miércoles, 27 de enero de 2010

Mujeres dan lección de solidaridad en Haití



Por JUAN CARLOS CHAVEZ/
Puerto Príncipe

La historia de Marie Denise Lubin no se diferencia mucho a la experiencia que viven otras mujeres damnificadas por la tragedia del 12 de enero en Haití. Perdió su casa y su marido, no tiene dinero para comprar alimentos y debe hacerse cargo de sus cinco hijos.

Lubin vive en un campamento atestado de gente en la escuela Saint Louis de Gonzague, en Puerto Príncipe. Sudorosa y descalza, prepara una olla de alimentos que repartirá entre varias bocas, mientras que su prima Jean, de 22 años, barre la entrada de la casucha de plástico que comparten desde hace 10 días.

Las dos están aferradas a la única herramienta de supervivencia que han encontrado en el camino de la miseria y los escombros de una ciudad que no tiene nada que ofrecer: la cooperación solidaria con otras mujeres del refugio.

“Nos ayudamos unas con otras. Compartimos la comida, lavamos la ropa, cuidamos a los niños. Sería más difícil si no pensáramos como grupo”, dijo Lubin, de 47 años.

En los días siguientes al sismo que cobró la vida de más de 150,000 personas y dejó heridos a otros cientos de miles, las mujeres de Puerto Príncipe sacan fuerzas de donde no tienen y se organizan sorprendentemente en medio del caos que impera en la isla caribeña.

Lo hacen en silencio y solidariamente para aliviar la pesada carga que supone despertar sin tener la oportunidad de hacer planes para el futuro.

“Tenemos pocas cosas y hay que cuidarlas. Todos los días son iguales. Rezamos en la mañana, cocinamos algo y conversamos mucho para no enfermarnos de pena. Eso nos ayuda bastante”, comentó Bethina Lalane, de 25 años.

Abatida por una pobreza que no la deja en paz desde que era una niña, Lalane pone en orden su campamento en Rue Derenoncourt por segunda vez en el día, aunque no está sola en sus labores de limpieza. Otras tres hermanas de Lalane barren las esquinas de la carpa de plástico, mientras que dos amigas de la familia vigilan a los más pequeños del grupo, siete en total, que corren de un lado a otro.

“Los niños tienen que jugar aquí y dormir muy pegados a nosotras durante las noches. No podemos confiarnos porque hay gente que puede aprovecharse. Hemos oído sobre casos de violaciones, pero eso no ha pasado en este lugar”, subrayó Lalane.

Los niños tienen prohibido hacer sus necesidades al otro lado del refugio. Las madres están preocupadas por las noticias de enfermedades incentivadas por las limitaciones del acceso al agua potable y otros focos infecciosos que siguen cobrando vidas entre los haitianos desvalidos.

Las mujeres obligan a sus hijos a ocuparse en un espacio que limpian cada vez que se utiliza. Los baños portátiles que entregó un organismo internacional para mejorar las condiciones sanitarias del campamento se malograron dos días después de haber sido instalados debido a la sobrepoblación.

Otros brotes epidémicos, como el dengue y la malaria, asoman peligrosamente en los asentamientos humanos, dos semanas después del siniestro.

A Puerto Príncipe han llegado expertos de todo el mundo para atender a los heridos. Asimismo sigue enviándose asistencia internacional con donaciones de alimentos, agua y medicinas. Pero en el campamento Rue Paramericaine, donde vive a duras penas Jean Calixto Creda, de 64 años, la comida ni se asoma.

“Hay que caminar muchas calles para ir a buscarla. Y los hombres tienen mucha fuerza, no podemos estar en las filas compitiendo con ellos, nos ganan”.

Creda y otras 10 mujeres que perdieron a sus maridos –entre hijas, sobrinas y hermanas– han distribuido sus labores del día para aliviar la crisis y vencer el aburrimiento. Al menos cinco de ellas salen en la mañana a buscar donaciones mientras que las demás se encargan de lavar ropa y cuidar las escasas pertenencias que recuperaron de las ruinas de sus casas.

El trabajo en equipo se extiende incluso a otras familias que viven en un mismo sector del campamento de Rue Paramericaine.

Al otro lado de la ciudad, en los Campos de Marte de Puerto Príncipe, Miréis Averna, de 42 años, y media docena de mujeres de la misma familia intentan limpiar las fétidas aguas que arroja el sistema de alcantarillado, muy cerca de su carpa.

Pero entre la suciedad del entorno, el calor, las moscas y las escasas dotaciones de agua, Averna se siente bendecida de seguir con vida y hacer todo lo que esté a su alcance para hacer del refugio un área más confortable para vivir.

“Las mujeres tenemos otra forma de ver las cosas. Los hombre son distintos”, dijo Averna, quien perdió a su marido y parientes en el terremoto.

“Sobrevivimos todos los días, pero tratamos de hacerlo a la misma vez, todas juntas”.

Por JUAN CARLOS CHAVEZ/Puerto Príncipe
jcchavez@elnuevoherald.com

Publicado el Enero 25, 2010 por Informe25.com

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