Un mensaje de texto –"te amaré por siempre"– dispara sorpresas y dudas en la mujer que lo recibe. "¿Lo habían secuestrado? ¿Se estaba por suicidar? ¿Y si le estuviera ocultando una enfermedad grave?", se pregunta la autora, mientras reflexiona sobre vejez y hi-tech.
Por: Silvia Plager
EL DESEO, esa pizca de cosa de nada, tal vez sea la única fuente de Juvencia, dice Silvia Plager.
Al leer una frase de Lilian Helman: "La gente cambia y se olvida de decírselo al otro", me puse a pensar que nos olvidamos de anunciar nuestros cambios porque pretendemos que los demás nos vean tal como deseamos ser vistos. No voy a referirme a la cosmética ni a la estética que requiere como ámbito imprescindible el quirófano o el consultorio, sino a otra, que habita en el mundo virtual y entra en nuestro correo.
Si no me diera vergüenza unirme al coro de optimistas de mostrador, diría que hay momentos en que la agradezco. Una tiene su corazoncito, diría mi tía mayor, que vendría a ser la menor, porque se murió primero y nunca exhibió arrugas ni achaques.
Sólo basta con hacer clic en el adjunto, afinar la vista, el oído y entregarse al cielo benefactor de la pantalla. Paisaje, música, personajes, palabras, venden una próxima época dorada: la vejez. De tono profético, las sentencias obvias que se empecinan en adjudicar a diversos autores de prestigio, juegan a favor del Edén melodioso y ecuménico, en el que el único requisito para asociarse, es haber traspasado o estar por traspasar el umbral de la alta edad. ¿Quién va a cuestionar la sintaxis o el sentido de los dichos en la cumbre de la eternidad? Entonces, como si fuéramos la contracara del envejecido protagonista de Muerte en Venecia, que extiende su brazo enamorado hacia el adolescente que se interna en el mar, le pedimos disculpas a Thomas Mann por la asociación, y nos internamos en la belleza tramposa del mail, donde la decadencia no existe.
Pero los pétalos del mensaje no perduran, y apenas el tallo desnudo de la flor desaparece en nuestra memoria, regresa la bestia que logramos mantener enjaulada durante el hechizo. En mi caso, ayudó a liberarla Philip Roth, justo ahí, en el escritorio, pegadito al teclado. Tapa negra y letras blancas para Elegía, novela poco recomendable si se frecuentan libros de autoayuda u otros vacilantes sostenes. Los versos de John Keats, acertado acápite, los ilustrará mejor que yo: "Aquí, donde los hombres se sientan y oyen sus mutuos quejidos; / donde la parálisis agita algunas, tristes, últimas canas, /donde la juventud palidece, adelgaza como un espectro y muere; /donde tan solo pensar es estar lleno de tristezas (...)"
Les propongo levantar el ánimo, y a Colette de su tumba, para enterarnos por qué ella, que convivió tres décadas felices con un hombre veinte años menor, en los finales exclamó: "¡Qué vida maravillosa he tenido! Pero habría preferido haberla tenido antes".
¿Antes de qué, Colette?, le pregunto con respetuoso recelo. No me responde. ¿Y si buscara la respuesta en Chérie, obra en la que Colette trata una relación de características similares a la que ella tuvo con su joven amante?
Me arrepiento: los libros permiten múltiples interpretaciones y sobrarían quienes desautoricen la mía. Aunque el soliloquio también alienta enfrentamientos, deduzco que el antes, contemplado desde la vejez, resulta promisorio. Me asalta el temor de que lo que acabo de escribir suene a transitada receta filosófica, psicológica o resulte una especie de aforismo que alguien copia y convierte en mensaje de texto. Hace poco una amiga me contó que cuando en su celular leyó "Te amaré por siempre", se pegó un susto tremendo. ¿Qué causa terrible empujó a su marido a enviarle ese mensaje? ¿Lo habían secuestrado? ¿Se estaba por suicidar? ¿Y si le estuviera ocultando una enfermedad grave? La incógnita se develó con una simple llamada. El sólo había seleccionado una frase romántica en su teléfono móvil. No es que ella dudara de su amor, pero después de tantos años de matrimonio, diferente habría sido su reacción si las mismas palabras hubiesen venido en la tarjeta que corona un regalo.
En el género fantástico, el horror real y el psicológico están separados por una línea invisible, ella, profesora de literatura, ante la invasión de lo insólito en su cotidianeidad, actuó igual que cualquiera con juventud acumulada. Me excuso por abundar en ejemplos individuales, culpa de las estadísticas, poco confiables si nos fijamos en las cifras del INDEC, en las de los anticipos electorales, y en las de la inseguridad. El siguiente, lo tomo de La plaza del Diamante, novela de Mercé Rodoreda:"Con los brazos delante de la cara para salvarme de no sabía qué, di un grito de infierno, un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro, y con aquel grito tan ancho que le costó mucho pasar por la garganta, me salió de la boca una pizca de cosa de nada como un escarabajo de saliva... y aquella pizca de cosa de nada que había vivido tanto tiempo encerrada dentro, era mi juventud que escapaba con un grito de infierno que no sabía bien lo que era..."
Mientras no sintamos ganas de expulsar el deseo que anida en nosotros desde que llegamos al mundo, mejor olvidemos avisarle al otro que hemos cambiado. El deseo, esa pizca de cosa de nada, tal vez sea la única fuente de Juvencia.
FUENTE: TEXTO + ILUSTRACION: REVISTA "Ñ'-
cLARIN.COM.- 10 DE ENERO 2010.
domingo, 10 de enero de 2010
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