martes, 7 de agosto de 2007

ANTONIO PORPETTA






Los ángeles del mar

Los ángeles del mar, cuando llega la noche,
arrastran suavemente a los ahogados
hasta playas amigas,
y allí limpian sus cuerpos de algas y medusas
y peinan sus cabellos con esmero
para que no parezcan tan difuntos
y sus madres, al verlos,
no piensen en la muerte.
A veces depositan sobre sus pobres párpados
dos sestercios de plata recogidos
de algún pecio profundo
para borrar el miedo de sus ojos
y que el asombro vuelva a sus pupilas,
o ponen en sus manos caracolas y pétalos
como si fueran niños que dormidos
quedaron en sus juegos.
Finalmente, con leves movimientos,
abanican sus rostros muy despacio
y ahuyentan de sus labios las últimas palabras
dejándoles tan sólo los nombres de mujer…
Casi siempre suplican a los altos querubes
que trasladen sus almas con cuidado,
porque el mar dejó en ellas
salobres arañazos,
golpes de barlovento, heridas abisales,
y en el más largo instante
vieron como sus vidas se alejaban, se hundían,
en el temblor callado de las aguas,
y con sus vidas iba su memoria,
y en su memoria todo cuanto amaron
o pudieron amar,
y su dolor fue grande…
Cumplida su misión, vuelan los ángeles
hacia las blancas ínsulas del sueño,
y los ahogados quedan
solitarios y espléndidos
en sus dorados túmulos de arena,
serenos como dioses,
dignos en su derrota,
esperando que nazca la mañana,
que les cubra la luz,
que jamás les alcance
el frío del olvido.


(Madrid/España)
(De "Adagio Mediterráneo")



El niño

Hay un niño que llega cada día
ofreciendo su mínima intemperie
sobre el claro mantel del desayuno.
Levemente se asoma
por la ventana gris de algún periódico,
sin lágrimas ni risas en su rostro:
sólo pura mirada
y un humilde cansancio de terrores
derramado en sus labios.
Viene desde muy lejos:
de las tierras del fuego y la tristeza,
de selvas y arrozales,
de campos arrasados, de montañas perdidas,
de ciudades sin nombre ni memoria
donde la muerte es sólo
una muda costumbre cotidiana.
Tal vez trae en sus manos
algún pobre juguete:
el fusil que encontró en aquella zanja
junto a un hombre dormido,
las inútiles botas de su padre,
el arrugado casco de aluminio
del hermano más alto y más valiente,
el trozo de metralla
que derrumbó su infancia en un instante.
Se sienta a nuestra mesa, quedamente,
como si no estuviera,
y contempla asombrado los terrones
de azúcar, las galletas,
la alegre redondez de las naranjas,
la taza de café, con su recuerdo
de humaredas oscuras.
Nunca nos pide nada: sólo mira
desde un viejo silencio,
con un largo paisaje de preguntas
remansado en sus párpados.
Y permanece inmóvil,
clavándonos el tiempo en su palabra
que nunca escucharemos.
Como si fuera un niño, simplemente.
Sin saber que en sus ojos
lleva la herida grande
de todo el universo.



Asunción del olvido

Se cumplirán los ritos:
la memoria
ejercerá su oficio dignamente
derramando su lluvia de crepúsculos
en los labios insomnes.
Primero será un fuego,
un crepitar de vidrios luminosos,
un huracán de espuma
sediento y fugitivo.
Pero las viejas guzlas
sonarán dulcemente entre las llamas,
irán adormeciéndolas, velando
su dolido clamor.
Después serán las brasas,
el cansancio tenaz de unos reflejos
cada vez más lejanos,
cada vez más heridos
por una lenta niebla:
las palabras,
las huellas y los gestos
comenzarán su exilio hacia regiones
que jamás conocieron.
Implacable
se extenderá una sombra duradera.
Y luego, la ceniza,
con su quietud de estatua derruida,
testimonio de todos los inviernos,
brújula del silencio,
resumiendo la nada.
Nosotros,
desde playas remotas,
podremos contemplar cómo la hiedra
recubre nuestros nombres, cómo el frío
invade nuestro imperio.
No habitará el rencor en nuestros ojos
ni la nostalgia antigua
nos rozará las sienes.
Impasibles
veremos germinar aquella ausencia,
aquella oscuridad, aquel callado
y largo desamor...
Mas seguirán unidas nuestras manos,
a pesar del olvido.


(De “Ardieron ya los sándalos”)



Historia del hombre

1
¿Y qué decir del hombre,
cómo cantar su llanto,
su tempestad callada que me ahoga?
Ese montón oscuro de temblore
que lanza desde el frío
su mirada de arbu
dueño fue de un imperio de mañanas,
dominador de ventisqueros.
Nunc
pudo ponerse el sol en su oceanía
ni doblegó la lluvia
la altivez de su nombre.
A su paso
las selvas despertaban
con un clamor de musgo,
rendíanle los montes sus cinturas,
desplegaban los ríos
su larga mansedumbre,
y las gemas ocultas en la entraña
alzaban a su frente destellos lejanísimos.
¡Ah, el hombre inmenso, encerrando en sus brazos
una constelación de avispas y jilgueros,
bronco señor del trueno y de la aurora
ensordeciendo el mundo
con sus himnos de cíclope!
Bastaba un breve gesto de sus dedos
para que bronce y pluma se hermanaran,
y el volcán derruyera sus presagios,
y reclinara el templo sus ojivas,
y el corazón se abriera
en cárcavas profundas.
A su voz poderosa
un huracán de sangre
deslumbraba los cielos,
y el tigre más soberbio
besaba entre la hierba sus espuelas,
mientras trémulos astros entonaban
una coral doméstica
de tímidas cantatas.
¡Qué digno frente al mar
numerando sus islas en los ocasos rojos,
apretando en sus manos las galernas,
dormida entre sus dientes
la llave que amordaza
la libertad del viento y sus espumas!...


2
Pero el hombre tenía
vocación de alimaña.
Con sus uñas de jade iba cavando un fosco
entramado de sombras,
pozos interminables,
secretas galerías,
oquedades remotas
donde jamás la luz le descubriera
ni florecieran pájaros o espigas.
Lentamente
la noche fue dejando sus amargas raíces
en el pecho del hombre,
minando su memoria,
recubriendo su lengua de una cansada herrumbre.
Aquella hermosa imagen del héroe coronado
de luna y madreselvas
pulverizó su mármol
dispersando su gloria y su ceniza
sobre el yermo dominio de la ruina.
¡Ah, su lenta ceguera,
su diminuta voz
que ya no escucha nadie,
sus garras convertidas
en manos humildísimas!
Cayeron las columnas. Un verdín infamante
eclipsó los metales. Los topacios sirvieron
de pasto a las cornejas.
Tocaron los clarines
un larguísimo canto funerario.
Y una seda invisible
que tejieron arañas implacables
fue encadenando al dios en su guarida,
robándole sus alas,
cercenando su sed,
su nostálgica sed de viejos albedríos.
Desde aquí lo contemplo
en su terrible soledad,
indagando la vida con sus ojos de esparto,
defendiendo del tiempo sus horas oxidadas,
casi perdida huella,
polvo apenas.
Y un alacrán antiguo
se me posa en los
párpados,
al ver esa intemperie derramada
en mis propios espejos.


(De “Los sigilos violados”)



Antonio Porpetta es un escritor y poeta nacido en Elda, Alicante, (Comunidad Valenciana, España), 1936. Licenciado en Derecho y doctor en Ciencias de la Información (Filología Española) por la Universidad Complutense de Madrid. Diplomado en Genealogía, Heráldica y Nobiliaria por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Miembro Correspondiente de las Academias Norteamericana (Nueva York) y Guatemalteca de la Lengua Española, así como de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.

Inició su labor literaria con la publicación del libro de poemas Por un cálido sendero (Madrid, 1978), al que seguirían: La huella en la ceniza. Prólogo de Leopoldo de Luis (Alicante, 1980); Cuaderno de los acercamientos (Sevilla, 1980); Meditación de los asombros. Prólogo de José Hierro (Valencia, 1981); Ardieron ya los sándalos (Madrid, 1982); El clavicordio ante el espejo (Madrid, 1984); Los sigilos violados (León, 1985); Territorio del fuego (Madrid, 1988 y 1989); Década del insomnio. Selección e Introducción de José Mas (Madrid, 1990); Adagio mediterráneo (San Sebastián de los Reyes/Madrid, 1997); Silva de extravagancias. Prólogo de Pedro J. de la Peña (Madrid, 2000); Penúltima intemperie (Antología personal). Introducción de Florencio Martínez Ruiz (Valencia, 2002); De la memoria azul (Valencia, 2003); y Como un hondo silencio de campanas. Prólogo de David Escobar Galindo (San Salvador, 2005).
Ha publicado ensayos sobre la vida y la obra de Carolina Coronado (Madrid, 1983) y Gabriel Miró (Alicante, 1996, Madrid 2004), así como una Historia de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles, con prólogo de Leopoldo de Luis y epílogo de J. Gerardo Manrique de Lara (Madrid, 1986). Y como narrador, Manual de supervivencia para turistas españoles (Madrid, 1990), y El benefactor y diez cuentos más (Alicante, 1997).
Amplias antologías y estudios de su obra en los libros: Antonio Porpetta: Una voluntad poética, de R. Hiriart (Alicante, 1988); Antonio Porpetta: Memoria y presencia, de S. Pavía (Elda/Alicante, 1993); Antonio Porpetta: Análisis y aplicaciones pedagógicas de su obra poética, Tesis doctoral de M. Klass (Nueva York, 1998); y La poesía de Antonio Porpetta: Un mar de temas y de símbolos, Tesis de licenciatura de O. Condrea (Iasi, Rumania, 2001).
Ha recibido, entre otros, los premios: “Fastenrath”, de la Real Academia Española (1987), “Ángaro” (1980), “Gules” (1981), “Hilly Mendelssohn” (1983), “José Hierro” (1996), “Ciudad de Valencia” de Poesía y de Ensayo en Castellano (1999 y 2003, respectivamente), y los de la Crítica Literaria Valenciana de Ensayo (1996) y de Poesía (2001).
Está incluido en numerosas antologías, enciclopedias y diccionarios especializados y parte de su obra poética ha sido traducida y publicada en formato de libro a los idiomas: alemán, inglés, italiano, ruso, serbio, rumano, francés, árabe, portugués y valenciano, así como transcrita al sistema Braille por la Organización Nacional de Ciegos de España.
Desde 1984 viene desarrollando gran parte de su actividad pública en universidades e instituciones académicas y culturales de muy diversos países de los cinco continentes en calidad de conferenciante, lector de poemas y director de seminarios de iniciación poética, además de divulgador de la literatura española. En este aspecto, ha merecido destacados reconocimientos, entre ellos la “Llave de Oro” de la ciudad de Smederevo (Serbia), en 1999, por la difusión de su obra poética en aquel país; una “Proclama de Honor” de la Presidencia del Condado de Manhattan, en 2003, por su continuada labor académica y literaria con las comunidades hispanas de Nueva York (Teachers College/Columbia University); y en abril de 2005 su ingreso en la “Orden de Don Quijote” de la prestigiosa Sociedad “Sigma Delta Pi”, National Collegiate Hispanic Honor Society, por sus actividades de difusión de la poesía española en Universidades norteamericanas (Lehman College/CUNY, City University of New York).


FUENTE: ENCICLOPEDIA WIKIPEDIA.

N.D.E.

Conocí al gran poeta Antonio Porpetta y su esposa Luz
María Jiménez Faro (tambiénpoeta y editora), un
noviembre lluvioso de 1994, en el Palacio de las
Americas en Madrid.

Me los presentó mi querido amigo Dr. Manuel Quiroga
Clerigo (poeta y escritor), madrileño, a quien había
conocido en el trancurso del XIII CONGRESO MUNDIAL
DE POETAS, en la ciudad de Haifa (ISRAEL).

Esa tarde lluviosa del invierno madrileno asistí invitado
por Manuel, a una Tertulia Literaria en homenaje a un
veterano escritor español, de cuyo nombre no me
acuerdo.
La gran sala estaba repleta de escritores, poetas e
intelectuales...
Y por ese motivo, nosotros estábamos parados fuera del
Salón, escuchando parte de los discursos..
Allí estaban tambien Porpetta y su esposa, y con ellos
conversamos un rato.

Puedo decir que ese día conocí al que es hoy el mejor
poeta español vivo, cuyo nombre es ANTONIO PORPETTA.

Este es mi sincero homenaje a este gran hombre
y excelente poeta y escritor, al que admiro.

LIC. JOSÉ PIVÍN

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