“¿Te acuerdas de la leche podrida?” le digo a mi hermano, que asiente sin dejar de mirar el camino. Vamos en mi carro rumbo al hospital para ver a mi madre, pero él maneja, supongo que por costumbre. Siempre fui la hermana pequeña a la que había que cuidar y ayudar sobre todas las cosas. Mi hermano cargaba mi mochila, era mi tutor de matemáticas y el que me llevaba un vaso de agua a cualquier hora de la noche. Desde luego papá lo obligaba.
“Ella creía que era yogurt,” dice y da un sorbo de su botella de agua. Nunca ha bebido café ni usa drogas ni toma alcohol. Los vicios no es el único terreno en el que no muestra solidaridad conmigo.
“Nadie cree que la leche podrida se convierte en yogurt.”
“La leche inoculada con los bacilos se vuelve ácida. Entiendo que mamá se haya confundido.”
Entre lo dones de mi hermano Roberto no está el de la conversación. Nunca llama por teléfono y rara vez contesta los correos electrónicos. En persona, las palabras las entrega a cuentagotas, como si le dolieran, y generalmente son datos técnicos o respuestas monosilábicas. A menos que se trate de defender a mamá, claro. No importa que haya sido ella la que lo obligó por años a beber leche rancia durante el desayuno.
“¿Ya se te olvidó como te pegaba si la escupías en el fregadero?”
“Eran los ochentas. No podía darse el lujo de tirar por el drenaje un litro de leche.”
“¿O sea que ella no hizo nada malo?”
“Nunca fue su intención. Al contrario.”
Prendo la radio y sintonizo una estación donde varias personas comentan las vidas privadas de actrices de temporal. Ahora los dos miramos hacia el frente con la misma obstinación infantil de hace tantos años. Podría retacarle las narices con anécdotas a manera de evidencias, pero él va a encontrar una forma de excusarla. Papá, casi siempre de viaje, no estaba al tanto de aquellas batallas lácticas; cuando yo se lo conté, ella dejó de obligarme a tomar esa leche, pero Roberto siguió siendo su víctima, no sé porqué.
Mi hermano cambia de estación y encuentra una melodía que le permite tamborilear los dedos sobre el volante y cantar solamente con los labios. Yo me como la dona de chocolate que llevaba en una bolsa de papel estraza. Necesito sobornarme a mí misma para ir a visitarla, igual que hacía ella cuando era tiempo de vacunarnos. Yo iba aullando todo el camino hasta el consultorio hasta que ofrecía comprarme un dulce. A mi hermano, en cambio, le explicaba las bondades de las inoculaciones. Es por tu bien, y él extendía su brazo sin llorar. Aunque yo era yo la de la boca llena de chocolate, tenía la sensación de que me privaba de algo.
Sorbo ruidosamente mi café sobrepreciado porque sé que Roberto detesta ese sonido. El sigue llevando el ritmo sobre el volante, como si nada, pero cuando entramos al estacionamiento del hospital, enfrena con la fuerza necesaria para que el mokachino doble se derrame sobre mi blusa y las vestiduras del carro.
La habitación huele a químicos de limpieza, pero hay un olor que subyace: el de mi madre. Es una combinación de flores marchitas, Channel y de orines con penicilina, si no es que algo peor. Roberto parece no percibirlo y se lanza a la cama para besarla. Tiene la piel colgada y casi transparente. Yo me paro cerca y le pregunto cómo se siente, pero ella me tiende los brazos y debo inclinarme para que me abrace, soportando el repollo agrio de su boca.
“Reina, te ves muy bonita con esa ropa”, me dice. Yo miro mi blusa con manchas de café y demasiado ajustada sobre mis pechos. A veces me es imposible encontrar brassieres de mi tamaño en México y tengo que esperar a que Roberto vaya a la frontera. Allí hay un mercado de vacas como yo. Como papá lo entrenó para jamás negarme un favor, me los trae invariablemente. Lo imagino caminando entre los pasillos llenos de mujeres, titubeando mientras revisa tallas, texturas, colores. Alguna dependienta le pregunta si busca algo para su esposa o su novia, y él humillado confiesa que quiere un 38-DD para su hermana en satín color beige.
“Está sucia y me aprieta, ya lo sé.”
Mi madre no me oye porque está contándole a Roberto toda la faena de convalecencias del día anterior. La internaron hace un par de semanas por unos dolores en el vientre que resultaron ser tumores en los ovarios. Hubo una cirugía que la dejó hueca y ahora está en observación. Con el peso que perdió recientemente está más delgada que nunca. Y sin embargo, tiene el ánimo para hacerme sentir mal por ser como soy. Pero si lo traigo a colación, Roberto dirá que ella nada más me hacía un cumplido y que yo estoy siempre a la defensiva.
Una enfermera entra a tomarle los signos vitales y a darle algunos medicamentos. Mi madre se deja hacer, dócil, con esa sonrisa débil y dulce que tiene para los extraños y que jamás me dedicó a mí. Me hundo en el sillón de las visitas y una oscuridad amarga me envuelve. Mi hermano se acerca a mí y susurra que mi madre necesita privacidad: van a cambiarle las sábanas y a bañarla.
En la cafetería Roberto compra un jugo y un café americano para mí. Luego salimos para que yo fume. Mi hermano se sienta en una banca cercana, a pesar de que mi humo le irrita la garganta.
“¿Te acuerdas que cuando nos quedábamos solos brincábamos a las camas desde arriba del clóset?”
“Claro que me acuerdo”, dice y trata de limpiar el aire agitando una mano.
“¿Y cuando salíamos por el balcón y gateábamos sobre la barda del patio de atrás?”
Él me dedica esa mirada de ya-sé-adonde-va-esto y después asiente.
“También recuerdo que jugábamos en la calle con otros niños hasta que oscurecía. Eran otros tiempos, Elsa.”
Cierto. Eran los tiempos en que la obesidad infantil era más bien una rareza. Si yo fuera niña hoy, pasaría como parte de las estadísticas de niños con sobrepeso y en peligro de tener diabetes, pero nadie se volvería a mirarme por la calle. En ese entonces yo era “la” gorda del salón que desarrolló su cuerpo para el cuarto año de primaria y tuvo la menstruación para el quinto. Yo era el blanco de las bromas de los niños y la que recibía los comentarios soeces de los albañiles en la calle. Según mi madre, no debía contestarles a los que me gritaban cosas. No te bajes a su nivel. Lo digno es ignorarlos. Pero yo no me sentí digna jamás. Mi cuerpo era mi vergüenza. No importa que intentara apretarme el pecho o caminar encorvada. Tener glándulas mamarias era denigrante, aunque luego aprendí que era peor no tenerlas.
“Entonces tuvimos suerte de que no nos pasara nada”, digo.
Cuando regresamos a la habitación de mi madre, la encontramos dormida. Tiene la boca entreabierta y respira inquieta. Hay un ligero olor a vinagre en el ambiente. El doctor abre la puerta y nos hace una señal para que salgamos. Nos informa que es un hecho que mi madre tiene cáncer y que aunque han retirado los tumores, el mal ya se ha esparcido a otras partes de su cuerpo. Roberto es el que hace preguntas acerca de los tratamientos, la mitigación del dolor, otras opciones.
“¿Y cuánto tiempo le queda?”, interrumpo.
El médico y Roberto me dedican una mirada que pasa en segundos de la sorpresa al desprecio. Desde luego, es algo que cualquiera se cuestiona cuando se le informa de la enfermedad terminal de un pariente, pero poner palabras a esa duda es como empujar a alguien desnudo al frente de un escenario. A mi hermano y al hombre de la bata blanca, con todos sus estudios, sus matrimonios, sus hijos, sus casas que funcionan porque hay una mujer a cargo, les resulta muy fácil juzgarme por la pregunta. En su mundo masculino nada es más lógico que la soltera se ocupe de la madre moribunda. Para ellos soy una hija genérica, nada más. No conocen la bodega llena de maletas sentimentales que ambas guardamos. Están llenas de moho, polvo y rencor.
La noche en que mi papá moría de un infarto en la cocina, yo estaba encerrada en mi cuarto viendo mi programa favorito de detectives forenses y comiendo helado, mi madre se debatía en un juego de canasta en casa de alguna de sus amigas de los jueves y mi hermano estudiaba en el extranjero. En realidad fue muy cómodo para todos. Por eso pensé que con ella sería igual.
“Depende de su respuesta al tratamiento”, dice el doctor y antes de irse dedica una mirada rápida a mi blusa. Mis pezones me han traicionado con el aire frío del pasillo y se levantan por debajo de la tela.
Regresamos a la habitación y yo me dejo caer en el sillón que se hunde, escondiéndome a mí y a estas montañas de vergüenza. Roberto se sienta junto a la cama de mamá y la observa dormir. Luego se pasa la mano por el cabello y sus dedos dejan los surcos amplios de la calvicie inminente. Por primera vez lamento no tener un esposo junto a mí, un par de niños a quienes cuidar, una excusa para dividir más equitativamente la agonía que viene. Mi sobrepeso y mi soltería han sido los eternos disparadores de las peores peleas entre mi madre y yo. Necesitas un hombre que te cuide, su cantaleta de siempre. El subtexto era que ni mi hermano ni mi padre estarían por siempre junto a mí y yo era, después de todo, una gorda inútil y consentida. Cuando tuve mi etapa feminista, porque la tuve, como todas, le dije que una mujer sin un hombre es algo tan trágico como un pescado sin una bicicleta. Recuerdo que lo leí en alguna revista. Ella se quedó mirándome desde su 1.70 de estatura y sus cincuenta y cinco kilos, con su maquillaje perfecto, y me preguntó: ¿pero qué haría el pescado si se le descompone la bicicleta? De todas maneras necesita un hombre.
Roberto dice que él puede pasar a visitar a mamá todos los días después del trabajo y pedir permiso cuando haya que llevarla a las sesiones de quimio, pero que lo mejor será que se quede conmigo. Además, ésa es la casa de mi madre, y ¿en dónde iba a sentirse más cómoda?
Mi silencio es una forma de aceptación tácita, como cuando peleábamos y ella nos obligaba a pedirnos perdón. Mi hermano era capaz de hacerlo, pero yo miraba el piso obstinadamente sin decir nada. Entonces él se acercaba a mí y decía quedito, ¿verdad que me perdonas, Elsa? y yo movía apenas mi cabeza, apretando los puños, mientras las lágrimas escurrían hasta el piso.
Cuando vamos en el carro de regreso, abro un poco el vidrio para que salga el humo del cigarro. Roberto se voltea y me dice:
“Yo jamás les daría a mis hijos leche agria.”
Sin querer, sonrío.
Del libro "Vidas de catálogo", publicado en 2007 por el " Fondo Editorial Tierra Adentro." (MEXICO)
Liliana V. Blum fotografiada en Tokyo por RAM (agosto 2008)
Liliana V. Blum nació en Durango en 1974, pero vive en Tampico desde 1997. Estudió Literatura Comparada en la Universidad de Kansas y la Maestría en Educación, con especialidad en Humanidades, en el ITESM.
Fue becaria en Jóvenes Creadores y en Creación Artística por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Tamaulipas (FONECAT) durante 2001 y 2005, respectivamente, y por el Fondo Nacional para la Cultural y las Artes (FONCA) en la disciplina de cuento durante 2004-2005. Actualmente posee la beca de Creadores con Trayectoria del Instituto de Cultura del Estado de Durango (ICED).
Liliana es autora del libro La maldición de Eva (Voces de Barlovento, 2002), Vidas de catálogo (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2007) y del libro ¿En qué se nos fue toda la mañana? (Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, 2007).
Es compiladora, junto con Sara Uribe, de Perros de agua: nuevas voces del Sur de Tamaulipas (Miguel Angel Porrúa-Ayuntamiento de Tampico, 2007). Su libro de cuentos en inglés, The curse of Eve and other stories (traducido por Toshiya Kamei) saldrá en septiembre 2008 por la editorial norteamericana Host Publication.
Su nuevo libro de cuentos saldrá en editorial Jus antes de que termine el año. Liliana está incluida en la antología Atrapadas en la madre (Alfaguara, 2007) compilada por Beatriz Espejo y Ethel Krauze, y próximamente en El espejo de Beatriz, en Ficticia Editorial.
Liliana ha publicado sus narraciones en varias revistas electrónicas, como Ficticia, Letralia, Reflexiones, Hobart, Ecléctica, StorySouth, El Collar de la Paloma, Blackbird, The Pedestal Magazine, y Words Without Borders, así como en revistas impresas, como The Bayou Review, The DirtyGoat, Monkey Bicycle, Mosaic Art and Literary Journal, Metamporhoses, Farfelu, y Literal : Latin American Voices, y las inglesas Mslexia (misslexia) y Riot Angel, entre otras.
Uno de sus cuentos ganó The Million Writers Award como una de las mejores historias publicadas en internet (en inglés) durante el 2005 y también fue seleccionado para la antología de PulpBits.
Liliana ganó primer lugar en el Segundo Certamen Regional de Minicuentos CRIPIL 2005. Fue finalista en dos ocasiones en el concurso “El Crimen como una de las Bellas Artes”. Asimismo, obtuvo el “Premio Nacional de Cuento Mérida Beatriz Espejo 2005” y el “III Concurso Regional del Noreste “Juan B. Tijerina” en 2006, organizado por el Fondo Regional para la Cultura y las Artes.
A principios de 2008 se hizo acreedora al Primer premio del Concurso Internacional de Narrativa breve,convocado por el Centro Israelí para las Comunidades Iberoamericanas (CICLA), “Escribiendo sobre el conflicto.”
Liliana ha participado en los tres encuentros de Jóvenes Escritores del Norte (organizados en Monterrey en 2005,2006 y 2007) y recién participó en el Foro de Novísimas Narradoras de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2007, organizado por el escritor peruano Julio Ortega.
Actualmente, Liliana trabaja en una novela y en actividades de promoción a la lectura en su ciudad.
NOTA DEL EDITOR,
Conocí personalmente a Liliana V. Blum,
durante su viaje a Israel, cuando
vino a recibir su Primer Premio en el
Concurso Internacional de Narrativa
Breve (citado en su Hoja de Vida).
Ya nos habiámos comunicado previamente
por correo electrónico.
Además de su reconocido talento como
escritora, aún tiene mucho por decir y
estoy seguro que así lo hará, Liliana es
una simpática joven con quien es fácil
entrar en amistad, aunque ella dice que
es "bastante aburrida". Lo niego rotundamente.
Desde aquí le deseo todo lo mejor.
Lic. Jose Pivín
frente al puerto de Haifa
frente al mar Mediterráneo
viernes, 22 de agosto de 2008
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1 comentario:
Hey, Lolo, gracias por tus palabras. Sin duda Haifa es la ciudad más linda en donde he estado, incluso dentro de Israel. :-)
Un gusto pasar esa tarde contigo. Espero no haberte aburrido demasiado, jajaja.
Liliana
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