El fotógrafo inventó un sistema para tomar fotos a través de los ojos de una luciérnaga.
Niños de una escuela judía retratados por Roman Vishniac
en algún lugar de Europa del Este. /
Centro Internacional de Fotografía
Parece imposible que los ojos de un solo ser humano puedan abarcar todo lo que vieron los de Roman Vishniac a lo largo de su vida. Miró con la misma curiosidad a los seres humanos y a los animales. Paseó su mirada por más de una docena de países y por dos continentes. Disfrutó de la belleza y la bulla de esa edad de oro de las grandes ciudades que fueron los años veinte y treinta en Europa, pero con igual energía recorrió caminos inhóspitos que sólo podían ser transitados a pie o en mulo buscando las aldeas donde vivían comunidades judías aisladas, absortas en la religión y en la pobreza. Para llegar adonde estaba prohibido o donde sabía que no iban a recibirlo bien, Roman Vishniac se hacía pasar por viajante de telas, lo cual justificaba la maleta en la que llevaba su breve equipaje fotográfico.
Desde muy joven había tenido una inclinación extraordinaria hacia la fotografía y hacia los disfraces, y hacia los cambios de saberes y oficios. Cuando tenía siete años y vivía en Moscú se las arregló para acoplar una cámara primitiva a la lente de un microscopio que acababa de regalarle su abuela y tomar una foto de la pata de una cucaracha ampliada ciento cincuenta veces. Estudió biología y arte del Extremo Oriente. Cuando la vida se le volvió irrespirable en la Rusia soviética, Roman Vishniac se disfrazó de bolchevique y consiguió que el mismo Trotski le firmara un salvoconducto de salida para toda su familia.
Porque a los judíos
se les prohibió tener cámaras fotográficas, Vishniac salía a veces con la suya disfrazado de nazi
Poco a poco, al principio de una manera tan intermitente que pueden no ser advertidas, en las fotos berlinesas de Roman Vishniac empiezan a aparecer esvásticas: una esvástica pintada en el escaparate de una tienda, una banderita colgada de un balcón. Porque a los judíos se les prohibió tener cámaras fotográficas, Vishniac salía a veces con la suya disfrazado de nazi. Tenía otro truco para tomar fotos sin peligro de la deriva visual monstruosa que iba tomando la ciudad: salía con su hija, y la hacía pararse sonriente delante de un cartel antisemita, o de la entrada de una tienda de ortopedia en la que se anunciaba con letras grandes un aparato para medir las diferencias entre el tamaño del cráneo de los arios y de los judíos. En 1935 emprendió uno de los grandes proyectos de su vida: recorrer la Europa central y oriental para documentar fotográficamente la vida judía. La mayor parte de sus amigos descartaban las amenazas de exterminio de Hitler como delirios de un demagogo. Roman Vishniac, a quien se ve que su disposición activa y jovial no le interfería con la lucidez, estuvo convencido muy pronto de que Hitler hablaba en serio. Durante casi cuatro años enteros recorrió barrios judíos en ciudades, se abrió paso por caminos invernales cegados de nieve, visitó pequeñas comunidades rurales y arrabales populosos. Retrató a campesinos, a estudiantes del Talmud, a patriarcas barbudos, a niños de ojos grandes y asustados, a familias enteras amontonadas en sótanos, a mujeres de belleza pensativa rodeadas de penumbra, a vendedores ambulantes, a pícaros. Ver sus fotos es invocar el mundo de los cuentos de Isaac Bashevis Singer. En una aldea de Checoslovaquia lo tomaron por un espía y lo tuvieron en un calabozo durante un mes. En Zbaszyn, en diciembre de 1938, en la frontera de Alemania y Polonia, se las arregló para colarse en un campo donde se amontonaban en cuadras y barracones en medio del barro y la nieve judíos polacos expulsados de Alemania a los que el Gobierno polaco se negaba a aceptar. Salió de allí saltando la alambrada con su maleta y mandó las fotos que había tomado a la Sociedad de Naciones.
Volvió a Europa después de la guerra y
tomó fotos de las mismas calles de
Berlín en las que había vivido, ahora
cordillera de ruinas
Había inventado un sistema para tomar fotos a través de los ojos de una luciérnaga. De vuelta a Nueva York, durante los años cincuenta, logró asombrosas fotos en color de avispas en vuelo, de medusas, de algas unicelulares, de glóbulos rojos, de larvas de insectos, del tapiz celular de una mano humana, del interior de una raíz, de la sección de una aguja de pino, de las metamorfosis de renacuajos, de los cristales de nieve cuando empieza a derretirse al sol. Para no espantar a los insectos a los que estudiaba se frotaba con hierba y tierra disimulando su olor y había aprendido a contener la respiración durante un máximo de dos minutos.
Se negaba a fotografiar animales muertos. De niño lo habían llevado a pescar, cuando atrapó un pez y al sacarlo del agua vio la sangre y el anzuelo que le atravesaba la boca lo estremeció un remordimiento que no olvidó en toda su vida. Murió en Nueva York, en el mismo barrio de refugiados europeos al que había llegado en 1940. Tenía 92 años y había visto tantas cosas que a veces se extraviaría por sus recuerdos como por las vidas de muchos otros hombres.
www.antoniomuñozmolina.es
fuente: El PAIS/CULTURA
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/02/06/actualidad/1360148565_237946.html
fuente: El PAIS/CULTURA
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/02/06/actualidad/1360148565_237946.html
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