Pocos días después de la muerte
de Julio Cortázar escribí este artículo y unas líneas a mis amigos José María y
Sonia Pasquini. Con su consentimiento transcribo parte de esa carta, que me
parece hoy una crónica más o menos exacta de aquel rigor mortis. Los puntos
suspensivos indican la supresión de párrafos inútiles o menciones a personas a
las que no he podido consultar esta publicación.
«París, 20 de febrero de 1984
Negro, Sonia: […] Estoy abatido por la muerte de Cortázar,
por la tremenda soledad que lo rodeaba pese a los amigos; debe ser una ilusión
mía, un punto de vista personal y persecutorio, pero era la muerte de un
exiliado. El cadáver en su pieza, tapado hasta la mitad con una frazada, un
ramo de flores (de las Madres de Plaza de Mayo) sobre la cama, un tomo con la
poesía completa de Rubén Darío sobre la mesa de luz. Del otro lado, en la gran
pieza, algunos tenían caras dolidas y otros la acomodaban; nadie era dueño de
casa —Aurora Bernárdez asomaba como la responsable, el más deudo de los deudos,
la pobre— y yo sentí que cualquier violación era posible: apoderarse de los
papeles, usar su máquina de escribir, afeitarse con sus hojitas o robarle un
libro. Supongo que no habrá ocurrido, pero la tristeza me produjo luego un
patatús al hígado […] y tuve que dormir un día entero con pesadillas diversas.
En el entierro no éramos muchos; los nicas y los cubanos llegaron con un par de
horas de retraso y tuvieron que conformarse con inclinarse ante la tumba que
comparte con Carol […] Escribí para Humor una nota que, creo, no es
mala, tratando de ser distante y evitando los chimentos, esa violación a la que
él escapó siempre. Yo no sabía, pero en el último libro me había dedicado un
cuento y apenas pude dejarle un gracias en el respondedor telefónico un día
antes de su muerte. Se pensaba que podría salir del hospital el lunes, pero el
domingo se terminó todo. El gran hombre estaba ahí y me acordé de la
descripción macabra y poética de Víctor Hugo sobre el cadáver de Chateaubriand.
[…] Me imagino que una vez que uno pasó al otro lado todo da lo mismo, pero el
telegrama de Alfonsín, que tardó veinticuatro horas, era de una mezquindad
apabullante. Hubo que sacar a empujones a la televisión española que quería
filmar el velorio (que no era tal) e impedir que M. […] sacara una foto del
cadáver (y no estoy seguro de que no lo haya hecho).
La gata de Aurora estaba perdida en la casa entre tanta visita (aunque no
exageremos, nunca fue una multitud y casi no había franceses) y a la noche se
abrieron las alacenas y la heladera y, como pasa en la casa de los muertos
solitarios, no había nada de comer y no sé si nadie hizo café o no había; lo
que no había era quién lo hiciera en nombre suyo, creo.
[…] De pronto alguien tomaba la iniciativa; uno atendía el teléfono, otro abría
la puerta, otro facilitaba el acceso a la pieza donde él estaba a oscuras por
eso de la conservación. Dos días así. De pronto yo me encontré ordenando los
telegramas y anotando mensajes en su escritorio y se me vino el mundo encima. La
violación. No me atreví ni a encender la lámpara. Recibí al embajador
(provisional) que le dijo cosas de circunstancia a Aurora, un poco temeroso de
que no se dieran cuenta de que representaba al gobierno constitucional y
repitió varias veces que el canciller Caputo le había encargado […]».
Hasta aquí la
carta. El artículo apareció en Humor y fue reproducido en varios
periódicos del exterior.
Dijo que estaba enfermo y que
volvería en febrero. Quería eludir a la prensa y escaparle a la admiración
beata. Temía que no lo dejaran andar en paz por esas veredas y aquellas plazas
que recordaba con la memoria de un elefante herido.
Pero creo que como todos
nosotros le temía, sobre todo, al olvido.
No fue a la Argentina a
recibir homenajes, pero se conmovió hasta las lágrimas la noche en que una
multitud reunida en Teatro Abierto lo aplaudió de pie,
interminablemente.
Le dolió, en cambio, la
indiferencia del electo gobierno democrático, tan lleno de intelectuales, de
escritores, de artistas, de humanistas.
Le hubiera gustado
saludar al presidente Alfonsín. Frente al hotel, la medianoche antes de su
partida, le dijo a Hipólito Solari Yrigoyen: «Mandale un abrazo; ojalá que todo
le salga bien».
Hacía veinticinco años
que había adherido al socialismo y con ello irritaba —cada uno lo manifestaba a
su manera— a militares, peronistas y radicales argentinos. No a todos, claro,
pero a los suficientes como para vedarse el camino de los elogios públicos. A
su muerte, el gobierno se tomó casi veinticuatro horas para enviar a París un
telegrama seco, casi egoísta: «Exprésole hondo pesar ante pérdida exponente
genuino de la cultura y las letras argentinas».
No había en el texto
juicio de valor que dejara entrever acuerdos o celebraciones compartidas.
Apenas un reconocimiento de argentinidad («genuino») sin mengua. Habrá que
reconocer que es un paso adelante respecto de quienes lo habían considerado
francés creyendo que con eso lo insultaban.
Sería una necedad
desconocer que Cortázar amaba a Francia, sobre todo a París, y que tenía
motivos profundos para vivir allí.
Llegó a los treinta y
siete años y escribió toda su obra en medio de «una gran sacudida existencial».
Y lo explicó muchas veces: «Con ese clima particularmente intenso que tenía la
vida en París —la soledad al principio; la búsqueda de la intensidad después
(en Buenos Aires me había dejado vivir mucho más)—, de golpe, en poco tiempo,
se produce una condensación de presente y pasado; el pasado, en suma, se
enchufa, diría, al presente y el resultado es una sensación de hostigamiento
que me exigía la escritura».
Así, en tres décadas
escribe doce libros de cuentos y cuatro novelas además de una multitud de
textos breves y poemas que reunirá en diferentes volúmenes. Su obra mayor, la
que iba a conmocionar las letras castellanas, está allí: Bestiario
(1951), Final del juego (1956), Las armas secretas (1959), Los
premios (1960), Historias de Cronopios y de Famas (1962), Rayuela
(1963), Todos los fuegos el fuego (1966), La vuelta al día en ochenta
mundos (1967), 62/ Modelo para armar (1968), Último round
(1969), Libro de Manuel (1973), Octaedro (1974), Alguien que
anda por ahí (1977), Un tal Lucas (1979), Queremos tanto a Glenda
(1980), Deshoras (1982).
Era inevitable: el
chauvinismo, la mezquindad de los argentinos —sobre todo de sus intelectuales—
se manifestó desde que Cortázar se convirtió en un autor de éxito en el mundo
entero. Como no era fácil discutirle su literatura, se cuestionó al hombre
indócil y lejano en una suerte de juego de masacre que el propio Cortázar
llamaba «parricidio».
«Lo que siempre me
molestó un poco fue que los que me reprochaban la ausencia de la Argentina
fueran incapaces de ver hasta qué punto la experiencia europea había sido
positiva y no negativa para mí y, al serlo, lo era indirectamente por
repercusión, en la literatura de mi país, dado que yo estaba haciendo una
literatura argentina: escribiendo en castellano y mirando muy directamente hacia
América Latina».
Desde que conoció la
revolución cubana, Julio Cortázar hizo política a su manera; generoso, pero
nunca ingenuo, adhirió al socialismo y apoyó a la izquierda, de Fidel Castro a
Salvador Allende, de François Mitterrand a los sandinistas de Nicaragua, de los
insurgentes de El Salvador a los patriotas de Puerto Rico.
No fue, sin embargo, un
incondicional. Si nunca lo explicitó públicamente, sus desacuerdos con los
revolucionarios aparecían cada vez que predominaba el dogmatismo ideológico y
las libertades eran conculcadas. Pero Cortázar, al evitar la ambigüedad, supo
impedir que sus críticas fueran recuperadas por el imperialismo, al que tanto
había combatido.
Desde 1979 dedicó lo
mejor de su asombrosa fuerza física y moral a apoyar y servir a la revolución
sandinista.
Cometió errores, por
supuesto, pero fue el primero en criticarse y aceptar sus equivocaciones. Fue
leal con sus ideas y con sus amistades. No quiso regalarle su literatura a
nadie y por eso la preservó renovadora y libre hasta el final.
Su combate contra la
dictadura argentina le ganó otros adversarios, además de los militares que lo
habían amenazado de muerte. No era antiperonista, como se dijo, sino que
detestaba los métodos fascistas de cierto «justicialismo» autoritario.
De joven —y lo explicó
mil veces—, no entendió el fenómeno de masas que se aglutinó en torno a Perón
como tampoco había comprendido, de estudiante, el populismo democrático de
Yrigoyen. Ya maduro se pronunció por una ideología, una manera de interpretar
el mundo que, cuando no está encaminada o dirigida desde un partido, suele ser
vista como pura utopía o snobismo.
En 1973, cuando viajó a
la Argentina, compartió las mejores horas con Rodolfo Walsh, Paco Urondo y
otros intelectuales que desde el peronismo combativo creían posible la
edificación de una sociedad más justa.
Cortázar compartió ese
entusiasmo pero desconfiaba de las intenciones de Juan Perón y su entorno de
ultraderecha: la masacre de Ezeiza y la ofensiva lopezreguista lo hicieron
desistir de su idea de volver al país por un tiempo prolongado para ponerse a
disposición de la juventud.
De aquellos sueños pronto
convertidos en pesadilla habló brevemente en Buenos Aires en noviembre de 1983.
La llegada al gobierno de Raúl Alfonsín le parecía un paso adelante, una
barrera contra el autoritarismo. Veía en el pensamiento del nuevo Presidente la
esperanza de una vida democrática por la que él había luchado desde el
extranjero.
No podía ser radical,
como muchos intelectuales de turno lo hubieran querido, porque conocía las
flaquezas de las clases medias (de las que él había surgido), sobre todo cuando
tienen el poder. Pero quería, como todos sus amigos, que Alfonsín y los suyos
tuvieran éxito.
Como todos los grandes,
Cortázar se ganó la admiración de los jóvenes, de los que no han negociado sus
principios ni declinado su fe en un mundo mejor, menos acartonado y solemne.
Este hombre, su obra colosal, los representará más allá de la coyuntura
política: mientras otros vacilaban ante la dictadura, él dio el ejemplo de un
compromiso que le acarreó prohibición, desdén, olvido, injusticia.
Casi nunca hablaba de sí
mismo sino en función de los otros. Era tímido y parecía distante. Quería y se
dejaba querer sin andar diciéndolo, con ese pudor tan orgulloso que lo hacía
escapar a la veneración y sorprenderse de su propia fama.
Tenía nostalgia de una
nueva novela que nunca escribiría porque Latinoamérica le quitaba dulcemente el
tiempo.
Solía trabajar entre dos
aviones, en París, en Managua, en Londres, en Nairobi o en la autopista del
sur. «Me consideraré hasta mi muerte un aficionado, un tipo que escribe porque
le da la gana, porque le gusta escribir, pero no tengo esa noción de
profesionalismo literario, tan marcada en Francia, por ejemplo».
Sus novelas, poemas,
ensayos, tangos y hasta una historieta-folletín de denuncia (Fantomas contra
los vampiros multinacionales) muestran hasta qué punto su arte consistió en
tratar las obsesiones del alma, el impiadoso destino de los hombres, como un
juego permanente, como una profanación saludable y revitalizadora.
Si Arlt y Borges habían
dado vida a la literatura argentina, Cortázar le agregó alegría, desenfado,
desparpajo para sondear el profundo misterio del destino humano.
«La violación del hombre
por la palabra, la soberbia venganza del verbo contra su padre, llenaban de
amarga desconfianza toda meditación de Oliveira, forzado a valerse de su propio
enemigo para abrirse paso hasta un punto en que pudiera licenciarlo y seguir
—¿cómo y con qué medios, en qué noche blanca o en qué tenebroso día?— hasta una
reconciliación total consigo mismo y con la realidad que habitaba». (Rayuela,
cap. 19).
No le disgustaba que
calificaran su literatura de «fantástica», aun cuando es tanto más que eso.
Deploraba la solemnidad y el realismo y polemizaba con los cultores de la
literatura «útil». Me dijo un día: «Te cambio Rayuela, Cien años de
soledad y todas las otras por Paradiso».
Escribió, sin embargo,
varios textos «comprometidos» de notable eficacia, porque eran perfectas
metáforas: «Graffitti», «Recortes de prensa», «Segunda vez» y también una
novela, Libro de Manuel, que en 1973 fue como una bofetada para muchos
guerrilleristas solemnes que, de inmediato, renegaron del Padre literario.
Cortázar no lograba ser ceremonioso ni siquiera con los revolucionarios, quizás
el futuro de las revoluciones se lo agradecerá.
Los derechos de autor de
Libro de Manuel fueron destinados a la ayuda de los presos políticos de
la Argentina; los de su reciente (con Carol Dunlop) Los autonautas de la
cosmopista son para el sandinismo nicaragüense. Sus amigos saben que muchos
otros dineros, que pudo haber guardado, fueron a alimentar causas populares,
periódicos, necesidades comunes.
Para vivir se conformaba
con lo necesario: «Mis discos, un poco de tabaco, un techo, una camioneta para
gozar del paisaje».
Tres mujeres contaron en
su vida. Enterró a la última, Carol, de quien estaba enamorado y murió en
brazos de la primera, Aurora Bernárdez. La otra, Ugné Karvelis, fue durante
años su agente literaria.
Sus amigos lo despedimos
en el cementerio de Montparnasse, una radiante mañana de febrero.
No tenía hijos, lo
sobreviven su madre y una hermana en Buenos Aires. En la historia entran sus
libros, los ecos de una vida digna.
Lo heredarán por generaciones
millones de lectores y un país que nunca terminó de aceptarlo porque le debía
demasiado.
Las citas han sido
extraídas de Conversaciones con Cortázar, de Ernesto González Bermejo
(Edhasa, Barcelona, 1978) y de reportajes y conversaciones con el autor de este
artículo.
En Rebeldes, soñadores y fugitivos
16 de abril de 2015
fuente:texto y foto de Soriano
http://bibliotecaignoria.blogspot.co.il/2015/04/osvaldo-
soriano-julio-cortazar-un.html
Fotos:
1) Arriba: Osvaldo Soriano
2) En medio del texto: Julio Cortázar: de Internet.
soriano-julio-cortazar-un.html
Fotos:
1) Arriba: Osvaldo Soriano
2) En medio del texto: Julio Cortázar: de Internet.
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