domingo, 4 de septiembre de 2011

Nechi Dorado: El amor, a pesar de las barreras



El amor, a pesar de las barreras



por Nechi Dorado *






Chiquita- bra seguía su paso lentamente. Le sobraba tiempo y no debía rendir cuentas a nadie. Su cerebro estaba bien protegido en el nido de estiércol que su madre creara en el hueco de la ventana de la estatua, bajo el aleteo del águila calva y la mirada fría de esa mujer insensible, de belleza pétrea.


Pasó varias barreras que se levantaron a su paso sin necesidad de presentar permiso o documento alguno. Los hombres que administraban desde palacetes engalanados, mimaban a la bestia, ofreciéndole todo tipo de garantías, que de por sí, no le hacían falta. Esos tipos eran muy fuertes sólo con quienes no tenían más que brazos ágiles, agujeros en sus bolsillos y el alma descascarada por donde escapan las esperanzas cuando el destino clava tarugos de incertidumbre, impidiendo vislumbrar mañanas con pan para los niños.


Como pasa siempre, fueron los menos los que trataron de espantar al monstruo, el terror estaba instalado, motivo más que suficiente para que la serpiente descargara su furia acorde al designio de su ama.


A su paso, se llenaron los camposantos de cuerpos desgarrados.


De fosas comunes y llantos también comunes.


De rebeldías ahogadas arrancando, precipitadamente, hojas de calendarios impedidas de cumplir su ciclo.


De adioses definitivos pegoteados entre las babas incendiarias de mañanas.


Sobraron muertos en esas geografías enlutadas para siempre.


Sobró dolor y sobraron incomprensiones.
Un mediodía, cuando el sol caía a plomo sobre la tierra, un quetzal inquieto lanzó su llamado melodioso cumpliendo el pedido de la mujer morena de hermosos ojos rasgados. La que llevaba sus cabellos sueltos acariciando sus hombros y una monja blanca entretejida entre la negritud de ese pelo, cuyo brillo opacaba el verde de los manglares.


Ella dejó por un momento su posta en la Ceiba, hacía tiempo que tenía ganas de compartir una charla con sus hermanas cercanas, cosa que sería posible a pesar de las barreras que pretendían separarlas.


Chiquita-bra hacía lo inimaginable por desunirlas, inconsciente del tremendo poder de la fuerza de la sangre caliente. Esa sangre que no corría por su repugnante cuerpo escamoso.

Hacia el sur de la barrera, otra mujer morena, con los mismos rasgos que su hermana, acariciaba las hojas del pino donde acostumbraba mecerse, mientras una guacamaya picoteaba con amor sus manos cálidas.


El ave, sobre cuyo plumaje parecía haber explotado un arco iris, revoloteaba alrededor del pino, dibujando sonrisas en el hermosísimo rostro de la mujer, tan pura como sus hermanas, con los mismos ojos aindiados y el mismo corazón ardiente como brasa encendida en las arterias de la memoria.

La guacamaya sintió el canto del quetzal y avisó de la llamada al venado cola blanca que descansaba luego de su andar noctámbulo y solitario. Ese bellísimo animal era el que agitaba su blanca cola alertando a la mujer cuando algún peligro acechaba. Dicen los que saben que todavía lo hace aunque también están exterminando su especie y su cola no alcanza para espantar la masacre.

Chiquita-bra dejó todo bien organizado como para que el crimen perdure de cualquier modo y bajo cualquier nombre, asesinando de la manera que quiera.
La mujer se preparó para acudir el llamado de su hermana, el corazón parecía galopar en la concavidad de su pecho, donde las púas del odio no pudieron clavarse pese a haberlo intentado durante tantos años, con fiereza, cayendo desarticuladas por la fuerza del amor.


La brisa de la mañana hizo flamear su túnica blanca. Ella, acomodó la faja que ceñía su cintura ancha, formada por dos franjas horizontales azul turquesa que parecían abrazar a una tercera, blanca, donde reposaban cinco estrellas del mismo color que las franjas. Esas no fueron arrancadas a ningún cielo sangrante.

Recogió su pelo en el centro de la nuca, formando un rodete tan negro como la noche, colocó en el centro una enorme orquídea que la guacamaya picoteaba con la misma ternura que lo hiciera sobre las manos de la mujer.


El venado ofreció su tibio lomo para transportarla hacia la barrera donde esperaba su hermana.


-Tal vez también esté la más pequeña, pensaba mientras acariciaba la cornamenta del animal que sólo olvidaba su hábito nocturno, anacoreta, cuando la guacamaya daba el aviso de la llamada del quetzal, del otro lado de la barrera.

Luego de recorrer distancias llegaron donde estaba la primera, la convocante. El encuentro fue, como siempre, un canto al amor, a la fraternidad pero sobre todo a la memoria que ni la saña de la hermana que observaba desde la estatua, podría quebrar, aunque lo intentara continuamente.


El abrazo fue tan grande que hasta el sol pareció sonreír desde los ojos brillantes de las hermanas, mientras el quetzal y la guacamaya volaron hacia la otra barrera, la que las separaba de la tercera mujer.


Ambos cantaron fuerte para que la hermana más pequeña de cuerpo, pero tan grande de alma, como las anteriores, se sumara al encuentro que la paz bendecía desde lo alto de la copa del follaje.


El primero en acudir al llamado fue un torogoz, en cuyo cuerpecito también parecía haber estallado otro arco iris. ¡Como para no escucharlo si representaba el símbolo de la unidad familiar y adoraba esas reuniones de hermanas capaces de burlar esas barreras absurdas!


Soñaba, como ellas, con la unión definitiva, con el derrumbe de las vallas y con una noche de fiesta, bajo un cielo deslumbrante, donde todas juntas bailaran su danza preferida, junto a sus hijos y a los hijos de sus hijos.


El torogoz, sorprendido, desesperado de ternura, voló hasta el árbol del bálsamo tratando de encontrar a su amiga inseparable que muchas veces trepaba hacia la más alta de sus ramas. Esa vez, en cambio, ella estaba al pie de un maquilishuat centenario, que pretendía refrescarla con suspiros de su copa enmarañada. El ave la encontró, por fin, y le transmitió el aviso del quetzal y de la guacamaya.


Se deslizaban por la pendiente de sus mejillas, lágrimas punzantes como agujas oxidadas en la membrana del tiempo, incrustadas en la brisa intoxicada por los venenos que arrojaban los hijos de la mujer en la estatua. La protectora del cerebro contaminado, imperativo sembrador de agónicos ayes en las vísceras del pasado y del presente.

Embargada de gozo comenzó a besar las ramas antes de partir hacia la convocatoria, tomó una flor de izote para colocarla en su cintura y otras dos para regalarles a las muchachas. Ella también vestía túnica blanca y llevaba una faja igual que las otras, herencia transmitida por los siglos, por los paisajes, por la memoria. Estaba formada por tres franjas horizontales iguales, azules las extremas, homenaje a los mares que bañan a todas sus hermanas y a ella misma, ignorando los obstáculos e ignorando el veneno que descargara a su paso la serpiente. Esas franjas azules que perduran, como marco protector de la del centro, tan blanco como la paz soñada. En ese centro la propia historia bordó con hilos de amor trocitos de la geografía y símbolos que nunca morirían pese a las muchas serpientes que transitaran su espacio.


Se destacaban, en esa faja, un triángulo, la cordillera de cinco volcanes desparramados por el suelo donde naciera esa mujer, rodeada por los dos mares.

Completaban la obra artesanal, un gorro frigio, un arco iris y una leyenda enmarcando al triángulo, bordada con hilos dorados. Cinco banderas y dos ramas de laurel entrelazadas con un listón azul y blanco. Aunque los colores de las fajas eran los mismos, su distintivo era el más ampuloso, como ella misma, que pese a ser de contextura más pequeña, logró engendrar mayor cantidad de hijos en su paso sufrido por la vida.


Fue al encuentro de sus hermanas con la emoción que sólo pueden sentir quienes conocen el apego a su raza, quienes sienten que la sangre atropella frente al dolor de las otras y galopa como tierna melodía ante un triunfo, por pequeño que sea.

Capaz de hincarse ante el milagro de la supervivencia en las condiciones más adversas, ante la desigualdad y ante el recuerdo de sus hijos mártires.


Lejos de allí, desde la estatua, la mujer bella, indolente aguzaba su mirada instigadora, incapaz de comprender que cuando el amor canta, el odio gime, se exacerba, contamina pero agoniza de a poco en las entrañas frágiles del mundo enternecido. Chiquita-bra, bestialmente indescriptible, seguía su camino zigzagueante buscando más brazos fuertes para beber la sangre de sus venas.


La hermana del quetzal y la orquídea monja blanca, habló de sus hijos alcanzados por esos colmillos hirientes. La de la guacamaya, el pino y la orquídea, recordaba a los bananos arrancados, antes de ser encajonados en láminas del cuerpo de sus árboles. Antes de ser depositados en vagones con rumbo hacia donde estaba la estatua enceguecida de codicia. Recordaban a la serpiente cuando su tamaño era el standard de cualquier viborato, así como recordaba con cuanto espanto la vieron crecer deglutiendo todo lo que encontrara, tratando de proteger las plantaciones.


Recordaban las máculas salpicadas sobre las fajas de todas ellas, y el lodazal en el que pretendieron convertir sus túnicas pese a los desesperados esfuerzos de sus hijos, por protegerlas.


La de fisonomía más pequeña reafirmaba cada recuerdo y comenzó a llorar cuando irrumpió en su memoria su eterno duelo, la reminiscencia del momento que del interior de un huevo estalló una guerra entre sus propios hijos. Unos tratando de sostener el respeto por su historia, los otros asesinando según les ordenaran, convertidos en asalariados del encono. En ambos, el denominador común era el hambre. Unos con brazos al aire, los otros escondiendo su cobardía entre pertrechos. ¡Pero todos hermanos, devorándose entre ellos, multiplicando caínes con la fuerza del dinero!


La mujer del izote en la cintura bajó la voz para que los guardias de las barreras no escucharan los recuerdos. Los quetzales, la guacamaya y el torogoz actuaron como cómplices subiendo el tono de sus melodías. Hablaron, las tres, sobre el nuevo huevo estallado no hace muy poco tiempo, del que salieron nuevas serpientes.

Otra vez, sus hijos, eran asfixiados, sus derechos pisoteados, el odio encarnizando las almas, oscureciendo los paisajes arrebatándole las hojas al futuro.


Siguió la charla de las hermanas a pesar de las barreras y siguió Chiquita su camino hacia el sur, desovando y mudando su piel, dejando tras de sí bocas abiertas, vientres abiertos, ojos abiertos e insoportables gemidos de dolor imparables.


¡Impostergable designio el de Chiquita-bra y sus aliados de carne putrefacta!


Ese día, la tarde, pareció caer rendida ante la noche con más lentitud que siempre, ella también disfrutaba la escena fraternal. Cuando la noche se impuso y las sombras se abalanzaron sobre las barreras y sus guardias, cada mujer y su cortejo volvió al lugar del cual partieran. Los corazones de las tres, sin embargo, quedaron engarzados, como siempre, en las ramas que rodean las barreras.


A lo lejos, montada en su águila calva, volaba la mujer su vuelo de arpía descompuesta. Defecando la naturaleza y las flores donde las hermanas tejieron mantos de amor, secando lágrimas de olvidos. La rosa de su pecho en cada encuentro furtivo de las muchachas, empalidecía más, perdiendo brillo y lozanía circundada por tanto veneno genocida.


Cuentan también en voz baja, los que vieron la escena inolvidable, que la mujer que habla idioma diferente, la de mirada aguda desde la estatua de cobre, acero y concreto, logró que un pentagrama de desprecio fuera formando los sonidos macabros de otra guerra fratricida. Estrujando bananos para convertirlos en divisa, ella volvió a mirar hacia otro horizonte más lejano aún, haciendo un guiño desde sus hermosos ojos que parecen pedacitos de cielo arrancados a otros cielos. Ella, sabemos, todo lo que tiene es porque fue arrancado antes.


A lo lejos, su amiga asentía con su cabeza, mientras sus hijos continuaban erigiendo un muro del que hasta el momento, son pocos los que hablan. Como aporte al gran trabajo desempeñado por esa mujer y su Chiquita-bra, enviaba a otros hombres con ropa de sicarios para formar más sicarios.


Hombres con miradas sin luz, manos y almas descarnadas.

Máquinas de matar, adoradores de serpientes.


Bestias humanas refuerzos de otras bestias, llevando orden clara y concisa. Custodiar a Chiquita y marcarle el rumbo por si acaso llegara a desorientarse…
FUENTE: * (Desde Buenos Aires, Argentina. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)

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