Fernando
Sorrentino
¿Huevo de cristal o ramito de romero?
El Aleph antes del Aleph *
En “El Zahir” y “El Aleph” creo notar
algún influjo
del cuento “The Crystal Egg” (1899) de Wells.
Borges, “Epílogo”, El Aleph (1949).
1. En el otoño sudamericano del año 2011…
En el otoño sudamericano del año 2011
comencé la muy agradable tarea de compilar un conjunto de cuentos argentinos[1] de, digamos, “anteayer”.
El relato más antiguo es —como no podía ser de otra manera— “El matadero”, de
Esteban Echeverría (1805-1851), que se supone compuesto entre 1838 y 1840, y
publicado por vez primera en 1871 en la Revista
del Río de la Plata (Buenos Aires, I, 4); el más moderno, “El resorte
secreto”, de Roberto Arlt (1900-1942), que apareció en el número de la revista El Hogar (Buenos Aires) correspondiente
al 3 de septiembre de 1937. Año más o menos, podemos decir que, entre el
trabajo de Echeverría y el de Arlt,
corrió un siglo.
Esta
labor compartió más las características del anticuario que las del crítico,
pues, si bien algunos autores (por ejemplo, Horacio Quiroga o Leopoldo Lugones)
eran fácilmente hallables en ediciones del circuito comercial, otros (por
ejemplo, Carlos Monsalve o Santiago Estrada) resultaban prácticamente
inconseguibles.
Entre los narradores en esta última
situación figuraba también Eduarda Mansilla de García,[2] cuya existencia me era más
conocida que sus obras. El hecho es que, con la absoluta convicción de estar
cumpliendo un acto de justicia exhumatoria, incluí en el volumen su cuento “El
ramito de romero”. Mentiría si afirmase que el relato me produjo la única
sensación que busco en la literatura: el placer. Más bien me pareció
desordenado, evanescente, ramificado, abstracto, impreciso…
Pero, llevado de la escrupulosidad exigible
a un editor de textos ajenos, lo cuidé, según mi costumbre, con obsesivo afán.
En un momento dado, un extenso pasaje provocó en mí un sobresalto que iba más
allá de las meras cuestiones semánticas y/u ortotipográficas.
Escribió Eduarda:
Cambió la escena. Comencé a ver desarrollarse,
poco a poco, algo como una inmensa tela transparente, que no acababa nunca,
cubierta, según me pareció al principio, de jeroglíficos extraños, de colores
vistosos los unos y sombríos los otros. A medida que la tela se extendía,
cubriendo una superficie que mi vista, en su estado natural, no hubiera podido
jamás abarcar, iba comprendiendo el significado misterioso de aquellos dibujos
informes, torcidos, en caprichoso laberinto. Así como aprendemos la geografía
del globo terrestre en mapas que nos enseñan a medir y darnos cuenta de la
forma exacta del espacio de tierra y agua que contiene el mundo conocido,
comprendí que tenía delante de mis ojos una carta pragmatográfica de los hechos
en el tiempo y que, gracias al estado de permeabilidad en que me hallaba, me
revelaba la existencia de los acontecimientos en el tiempo, que existen sin que
nadie lo sospeche, tales cuales en el espacio, los continentes y los mares
antes de ser conocidos por aquellos que ignoran la geografía.
Desde la marcha de los imperios más
poderosos hasta la del más oscuro individuo, todo estaba allí indicado sin
pasado ni presente, diferencias puramente humanas.
“¡Diablo”, no pude no decirme, “¿dónde he
leído, y muchas veces, algo muy parecido?”. Y, para que no me quedaran dudas,
los siguientes párrafos de la autora decían lo siguiente:
Como en los atlas de Lesage, veíase
allí de un modo sincrónico el camino de la humanidad en espirales ascendentes,
obedeciendo a leyes tan inmutables, como lo son las de atracción y gravitación
en el mundo físico, retrocediendo en apariencia durante siglos, pero avanzando
siempre. Vi la ley del progreso humano, reducida a ecuación algebraica. Vi el
surco que dejaron tras de sí los pueblos esclavos, desde el origen del mundo
conocido, marchando cual rebaño de ovejas al matadero sin murmurar ni esperar.
Vi el despotismo, triunfante un día, convertirse luego, bajo otra forma, en
otro despotismo. Vi las santas aspiraciones de los creyentes naufragar en mares
de sangre y lágrimas. Vi aparecer la era de la fraternidad y la igualdad; pero
vi también esa fraternidad, esa igualdad, combatidas, sofocadas por aquellos
mismos a quienes incumbía la misión de redimir. Vi a los enviados de paz y
humildad pactar con los soberbios poderosos, para oprimir al desvalido y
quitarle hasta la esperanza, invocando una doctrina santa. Vi la incredulidad y
el ateísmo triunfantes olvidarlo todo, para no acariciar otra idea, otra
esperanza, que el amor al dinero. Vi la destrucción de la familia, tal cual hoy
la conocemos. Vi surgir nuevas leyes, nuevos derechos, y, como el tiempo no
existía para mí, vi la llegada triunfante de la humanidad a una zona luminosa y
armónica, y la visión cambió.
Una llama atornasolada, seguida de
muchas otras que, como fuegos fatuos, subían y se agitaban en una atmósfera
cargada de electricidad, me hizo fijar la vista en un punto lejano y vago, que
parecía alejarse a medida que las llamas se multiplicaban. Poco a poco creció
aquel punto, tornándose luminoso y esférico, hasta convertirse en un globo
colosal y transparente, del cual filtraba una luz semejante a la del sol que
alumbra nuestro planeta. Las llamas se encendían y se apagaban
alternativamente, y a veces crecían hasta tocar el globo luminoso, que,
oscilante, se mecía airoso en el éter, pintándose, en sus paredes tersas y
transparentes como las de una gigantesca farola chinesca, imágenes varias de
sobrehumana belleza.
Entonces cumplí con lo que me ordenaban los
evidentes indicios. Redacté la siguiente “Apostilla”, cuyo texto es el
siguiente:
Vi la
ley del progreso humano. La extensa enumeración que
aquí empieza tiene curiosa similitud con la que, muchos años más tarde, Borges
comenzaría de este modo: “Vi el populoso mar” (“El Aleph”).[3]
Y, en efecto, veamos completo el texto de
Borges:
En la parte inferior del escalón,
hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable
fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era
una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El
diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico
estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos)
era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del
universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de
América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un
laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en
mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi
en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi
en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de
metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus
granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta
cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra
seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de
Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de
chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se
mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo,
vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en
Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo
terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin
arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de
una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales,
vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de
unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes,
marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un
astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar)
cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos
Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo
que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura
sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph,
desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el
Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí
vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural,
cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el
inconcebible universo.
2. En febrero del año 2013…
En febrero del año 2013 me disponía a
escribir este mismo artículo con la intención de señalar la coincidencia
existente entre la enumeración de “El ramito de romero” y la de “El Aleph”.
En busca de mayor información sobre la
autora del primero, recurrí a la rápida búsqueda que suele facilitar Internet.
La conjunción de tino y azar me condujo a visitar un libro cuya edición moderna
yo ignoraba:
Mansilla
de García, Eduarda, Pablo o la vida en las pampas, Buenos Aires, Colihue / Biblioteca Nacional, 2007, 306
págs.
El “Estudio preliminar” pertenece a María
Gabriela Mizraje. La lectura de ese trabajo me obliga a confesar que mi
“hallazgo” del año 2012 ya lo había obtenido, unos cuantos años antes, María
Gabriela Mizraje. Por la índole de mi tarea de antólogo (Eduarda Mansilla era
una autora más entre treinta y tres), sólo advertí y consigné la similitud con
el texto de Borges expuesta en la “Apostilla”.
Pero María Gabriela señaló, con perspicacia,
otros puntos de contacto entre ambos textos. Y, como el mérito es de ella, y no
mío, paso a reproducir los pasajes pertinentes.
Ella dice que “El Aleph”parece
dialogar, dentro de la tradición argentina, con “El ramito de romero” de
Eduarda Mansilla.
Y, a continuación, aporta las semejanzas:
Una historia de amor entre primos en
Buenos Aires, la otra en París, la influencia de Hamlet y Leviathan en “El Aleph”, la de Dante en el
relato de Eduarda, pero los italianos en “El Aleph” y los normandos en “El
ramito”; la plaza Constitución en lugar del café Procope, mientras lo que se
marca es que la calle sigue su flujo a pesar de la vicisitud del narrador.
Abril y vísperas de Semana Santa (más exactamente un 30 de abril y un Domingo de
Ramos), con los que las fechas quieren puntualizarse. Un Carlos, en “El ramito
de romero”, a quien se dirige Raimundo, enamorado de su prima; otro Carlos, en
“El Aleph”, primo de Beatriz —Dante mediante— a cuyo encuentro se dirige el
narrador, ambos enamorados de esa mujer. En “El ramito” el cuadro se completa
con la madre de ella, en “El Aleph, con el padre.[4] En los dos relatos lo
primero que va a destacarse de la mujer, además de su belleza y su fragilidad,[5] son sus manos.[6]
Una prima que ya no vive y una prima
viva, un cuento con final feliz y otro en el que se constata la desdicha. La
ciudad, afuera con su vida; adentro, una casa y una Escuela de Medicina. Dentro
de la casa, un sótano, dentro de la escuela, una sala de profesores, ambos
espacios compartidos con otro hombre, ambos a oscuras. La oscuridad opera como
soporte necesario de la visión extraña. Y ambos,
vinculados a una mujer muerta, primero idealizada, mas tarde percibida como
impura.
En un caso, penetrar al lugar de la
revelación se precede por consumo de tabaco; en el otro, por consumo de alcohol
(el cognac de “El Aleph”); hay preparación y hay riesgo, exasperación de los
sentidos y fronteras lindantes con el sueño o la pérdida de conocimiento.
Hasta aquí María Gabriela Mizraje. Considero
certera e incontrovertible su entera exposición.
Su conclusión también puede ser la mía:
Toda la idea del relato dedicado a
Estela Canto [“El Aleph”] ya está allí condensada. La maestría de Borges, quien
sin duda alguna leyó este relato de Eduarda (aunque acaso lo olvidó), la
despliega.
En el “Epílogo” de El Aleph Borges declara: “En ‘El Zahir’ y ‘El Aleph’ creo notar
algún influjo del cuento ‘The Crystal Egg’ (1899) de Wells”. Pero nada dice de
“El ramito de romero”.
Ahora bien, en muchísimas ocasiones leí y
releí “El Aleph”, acompañado siempre de la sensación de perplejidad que me
producen las que me atrevo a llamar obras
maestras de la literatura. Una sola vez (y por motivos, digamos,
“profesionales”, y con cierta indulgencia culpable) leí “El ramito de romero”,
sin sospechar que la ficción que el prodigioso Borges redactó hacia 1945 algo
tenía de espejo de cierta imaginación de una autora muy menor del siglo XIX.
Fernando Sorrentino
26 de febrero de 2013
* Este artículo fue publicado en la Revista de la Academia Norteamericana de la
Lengua Española. lean®anle,
Nueva York, vol. 2, n.º 4,
julio-diciembre 2013, págs. 362-367.
[1] Ficcionario argentino (1840-1940). Cien años
de narrativa: de Esteban Echeverría a Roberto Arlt, Buenos Aires, Losada,
2012, 408 págs.
2 Eduarda nació en Buenos Aires el 11 de diciembre de 1834 (aunque
también se barajan otras fechas: 1832, 1835, 1838) y falleció en la misma
ciudad el 20 de diciembre de 1892. Casada con el diplomático y abogado Manuel
Rafael García Aguirre, se la conoció como Eduarda Mansilla de García.
Sus obras tuvieron muchísimo menos
difusión que las su hermano Lucio Victorio (1831-1913). El médico de San Luis y Lucía
Miranda (novelas, 1860) fueron sus primeros libros. Debido a la actividad
diplomática de su marido, residió varios años en Estados Unidos y en Europa. En
París publicó una novela en francés: Pablo
ou la vie dans les pampas (1869), que más tarde se tradujo al español. Hay
acuerdo en que fue la primera autora argentina de relatos para niños: Cuentos (1880). Escribió, asimismo,
algunas obras teatrales: La marquesa de
Altamira, El testamento. El libro
Creaciones (1883) contiene siete
piezas: una comedia, “Similia similibus” (“Proverbio en un acto”) y seis
relatos: “El ramito de romero”, “Dos cuerpos para un alma, “La loca”, “Kate”,
Sombras” y “Beppa”.
[3] Ficcionario, pág. 89.
[4] Borges: “Consideré que el treinta de
abril era su cumpleaños [el de Beatriz Viterbo]; visitar ese día la casa de la
calle Garay para saludar a su padre […]”. Según se desprende del texto, la
primera visita de “Borges” tuvo lugar el 30 de abril de 1929. Y, desde
entonces, ya no se menciona al padre de Beatriz y la acción se centra en “las
graduales confidencias de Carlos Argentino Daneri”, cuya culminación se produce
en el núcleo del relato, que ocurre nada menos que doce años más tarde: el 30
de abril de 1941.
[5] Mansilla: “[…] di en pensar en mi prima
Luisa, a quien había visto esa misma tarde. Tú no conoces a mi prima; imagina
un cuerpo diminuto, con movimientos inquietos, que recuerdan los de la ardilla;
pon sobre un cuello blanco, muy blanco y que creo suavísimo, una cabecita
coronada de rizos rubios; evoca una fisonomía en la cual campean
alternativamente la dulzura y la malicia […]”. Borges:
“Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el
oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis”.
[6] Mansilla: “una manecita preciosa, que
siempre despierta en mí el antojo de chuparla como alfeñique”. Borges: “[Carlos Argentino] Tiene (como
Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas”.
Fuente: lo recibí directamente del autor, al que agradezco
y felicito por el mismo.
Fuente: lo recibí directamente del autor, al que agradezco
y felicito por el mismo.
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