La calle y el twitter
Batallas culturales
Por Tomás Abraham *
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| Tomás Abraham * |
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¿Qué significa ganar una batalla cultural? ¿Desde qué premisa indiscutible la tarea intelectual aspira a convertirse en una ideología dominante? ¿Cuáles son los procedimientos de los que se valen los portavoces culturales para llegar a formas de poder institucional? ¿Para qué dominar? ¿Cuáles son las batallas culturales de nuestra historia reciente que han dejado marcas victoriosas perdurables en la conciencia de los argentinos? Al general Perón de la década de los cincuenta le fue bien en su batalla cultural, que ganó con el monopolio de los medios de comunicación, con la expropiación de los diarios de la oposición y la difusión de una supuesta y única cultura popular. Pero llegó la Libertadora, que inicia un proceso hegemónico y liberador gracias a la eclosión de la juventud intelectual que se manifiesta en revistas como Contorno y El grillo de papel, entre tantas, a la vez que inaugura un proceso educativo inédito en la región en medio de nuevas listas negras. La Universidad de Buenos Aires, con sus carreras en ciencias sociales, adquiere una jerarquía que jamás recuperará desde entonces. La modernidad estética plasma sus creaciones en ámbitos como el Instituto Di Tella, al que hasta hoy se le rinde culto, como lo testimonia la reciente muestra del Malba de la obra de Marta Minujin. La poesía de Olga Orozco, Pizarnik, Madariaga, Bayley, la pintura neofigurativa y la arquitectura modernista, el talento de Miguel Brascó y Quino, ofrecen sus producciones artísticas en un clima de represión y proscripción de las mayorías populares. Son triunfos culturales que operan mediante la censura, el silencio de muchos y la marginación de varios. Dorados años en los que con María Elena Walsh, Ernesto Sábato y Julio Cortázar se plasmaba lo que ya es una identidad argentina a partir de sus creadores. Formidable batalla cultural ganó la dictadura de Onganía, que supo darles a los sindicatos las obras sociales al tiempo que cerraba la universidad y los centros culturales y todos los espacios institucionales en los que pululaban hippies, judíos y marxistas. Un jolgorio cultural se vivía en la década del sesenta con el nuevo periodismo de revistas como Primera Plana y Confirmado, que apostaban a los militares y a la difusión de la antropología estructural. ¿Quién puede olvidar el boom de la literatura latinoamericana y el cine de los “jóvenes viejos” mientras batallaban azules y colorados por el trofeo de un nuevo golpe de Estado. Vanguardias coetáneas de los cursillos de la cristiandad dispersos por todo un país impulsaban el desarrollismo neofranquista, adobado por el refinamiento de revistas como Adán, mientras mandaban al desván de los caídos a Landrú y su Tía Vicenta. Nadie olvida, por el contrario, el gran proyecto épico de la nueva cultura de los setenta, el de una juventud maravillosa que enarbola la bandera del poder total y militar, mientras se cava el foso en los que caerán tanto los que se oponían a la liberación como los que lo hacían contra la dependencia, los que simbolizaban el socialismo nacional como los que eran acusados de cipayismo. ¿Quién ganó aquella batalla cultural? ¿Y el Proceso con su mensaje de paz y armonía entre los argentinos? La esperanza depositada en el almirante Massera, que encuentra en muchos un modo de reestablecer la cultura nacional y popular contra el liberalismo, finalmente trabada por el entusiasmo patriótico de la gesta del general Galtieri, que deja sus cenizas rápidamente barridas por un urgente llamado a la democracia. Qué importante debe ser una cultura para que tantos quieran ganársela para hacerse dueños de la historia. Parece que no se dan cuenta de que ganar una batalla cultural es un asunto de necios. La cultura no es una cosa. No es un arma. No es un botín. Claro que lo es para las corporaciones, para los institutos de cine, para las sociedades de escritores, para las agencias de noticias, para las asociaciones de actores, los productores de televisión, las subsecretarías de Cultura y los capataces de medios de comunicación, para los periodistas militantes o falsificadores, para los burócratas; es decir, para la “nomenklatura”. ¿Qué duración tienen estos reinados que entronizan aquello que llaman cultura, que la hacen suya por asalto y apropiación de aparatos de Estado? Finalmente, la cultura, ese queso crema que se diluye en todas las sopas, es algo complejo. En su haber se depositan costumbres, obras de arte, producciones científicas, sedimentos lentos como eclosiones fulgurantes. Es una entidad estriada, no es lisa, más un mosaico que un pavimento, que vale por sus tensiones irresueltas y nunca por sus victorias pírricas. Quien aquí escribe es parte de la cultura argentina por ser profesor de filosofía, ensayista, columnista, y debe confesarlo: nunca he ganado ni una de las batallas culturales recién enumeradas. ¿Y qué? El oficio que me he propuesto desarrollar y al que entregué mis energías no es una actividad coral sino una labor que produce disonancia y disidencia. No es una actividad proselitista. No busca adeptos. No reina ni gobierna. No baja línea. Se vigoriza con los obstáculos. Tiene su tradición. De Sócrates y Nietzsche a Roberto Arlt y Martínez Estrada. ¿Cuál de los nombrados quiso “triunfar” al frente de una batalla cultural para imponer los parámetros de su pensamiento? Dicen que en estos últimos pocos años ha triunfado una nueva cultura. Debido a esta victoria, en el podio mayor se alinearían los cuarenta millones de argentinos definitivamente derechos y humanos. Hoy parecería que estamos educados en la tolerancia, el pluralismo, y en una voluntad colectiva de construcción nacional. Habríamos aprendido a escuchar voces distintas a las que pronunciamos nosotros mismos. Se supone que dejamos de lado los diabolismos históricos que sólo siembran odios y aplacan energías creativas. Eliminamos de nuestra memoria los himnos a la muerte. Ya no sembramos discordias que ni siquiera llegan a satisfacer nuestras ansias de venganza. No más Perón o muerte. No más Dios o muerte. No más justicia o muerte. No más muerte. No más estafas ideológicas. Lamentablemente nada de eso sucede. Cuando se dice batalla cultural, la gesta no pone en escena a un pueblo empobrecido que nutre con su esfuerzo los palacios suntuosos de una burguesía hipócrita y que una vanguardia revolucionaria liberará de sus cadenas, sino a una burguesía letrada que se apropia de pabellones de guerra en bibliotecas, pantallas y claustros, declama a sus héroes, se aplaude a sí misma y festeja a los caídos del otro lado de la trinchera. El griterío mediocre de siempre. ¿Así que el kirchnerismo ganó la batalla cultural? ¿Con qué? Con la calle y el Twitter? ¿Con la laureada educación conseguida? ¿Por arrogarse la exclusividad de darles derechos a minorías desconociendo a todos los sectores que hace tiempo luchaban por conquistarlos? ¿Hay alguien que tiemble por eso? ¿Qué lo haga por temor, frenesí o admiración? Puede ser que sí. A una persona tan fácilmente impresionable le bastaría desempolvar un libro de Gramsci, extraer la palabra “hegemonía” y hacer un monumento de bronce a los supuestos dominadores de turno. Sólo faltaría que les pida autógrafos a los campeones. Por lo general las batallas culturales se ganan por cansancio. La gente se calla, se va del país, se lleva su decepción a casa, piensa que no vale la pena, que el país está enfermo, se dedica al ikebana o a la cocina, y les deja el terreno a los activistas y heraldos de la cultura victoriosa. Ceder o resistir es una cuestión de aguante y de ganas de ser libres o, para ser más prácticos, de usar de la libertad de expresión hasta hacerla de goma.
*Filósofo www.tomasabraham.com.ar
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