Manuel Belgrano | |
Autobiografía (1770-1820) |
Nada importa saber o no la vida de cierta clase de hombres
que todos sus trabajos y afanes los han contraído a sí mismos, y ni un solo
instante han concedido a los demás; pero la de los hombres públicos, sea cual
fuere, debe siempre presentarse, o para que sirva de ejemplo que se imite, o
de una lección que retraiga de incidir en sus defectos. Se ha dicho, y dicho
muy bien, "que el estudio de lo pasado enseña cómo debe manejarse el hombre
en lo presente y porvenir"; porque desengañémonos, la base de nuestras
operaciones siempre es la misma, aunque las circunstancias alguna vez la
desfiguren.
Yo emprendo escribir mi vida pública -puede ser que mi
amor propio acaso me alucine- con el objeto que sea útil a mis paisanos, y
también con el de ponerme a cubierto de la maledicencia; porque el único
premio a que aspiro por todos mis trabajos, después de lo que espero de la
misericordia del Todopoderoso, es conservar el buen nombre que desde mis tiernos
años logré en Europa con las gentes con quienes tuve el honor de tratar
cuando contaba con una libertad indefinida, estaba entregado a mí mismo, a
distancia de dos mil leguas de mis padres, y tenía cuanto necesitaba para
satisfacer mis caprichos.
El lugar de mi nacimiento es Buenos Aires; mis padres, don
Domingo Belgrano y Peri conocido por Pérez, natural de Onella, y mi madre,
doña María Josefa González Casero, natural también de Buenos Aires. La
ocupación de mi padre fue la de comerciante, y como le tocó el tiempo del
monopolio, adquirió riquezas para vivir cómodamente y dar a sus hijos la
educación mejor de aquella época.
Me proporcionó la enseñanza de las primeras letras, la
gramática latina, filosofía y algo de teología en el mismo Buenos Aires. Sucesivamente
me mandó a España a seguir la carrera de las leyes, y allí estudié en
Salamanca; me gradué en Valladolid, continué en Madrid y me recibí de abogado
en la cancillería de Valladolid.
Confieso que mi aplicación no la contraje tanto a la
carrera que había ido a emprender, como el estudio de los idiomas vivos, de
la economía política y al derecho público, y que en los primeros momentos en
que tuve la suerte de encontrar hombres amantes al bien público que me
manifestaron sus útiles ideas, se apoderó de mí el deseo de propender cuanto
pudiese al provecho general, y adquirir renombre con mis trabajos hacia tan
importante objeto, dirigiéndolos particularmente a favor de la patria.
Como en la época de 1789 me hallaba en España y la
revolución de Francia hiciese también la variación de ideas, y
particularmente en los hombres de letras con quienes trataba, se apoderaron
de mí las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad, y sólo veía
tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase
de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido, y aun las
mismas sociedades habían acordado en su establecimiento directa o
indirectamente.
Al concluir mi carrera por los años de 1793, las ideas de
economía política cundían en España con furor y creo que a esto debí que me
colocaran en la secretaría del Consulado de Buenos Aires, erigido en el
tiempo del ministro Gardoquí, sin que hubiese hecho la más mínima gestión
para ello; y el oficial de secretaría que manejaba estos asuntos aún me pidió
que le indicase individuos que tuvieran estos conocimientos, para emplearlos
en las demás corporaciones de esta clase, que se erigían en diferentes plazas
de comercio de América.
Cuando supe que tales cuerpos en sus juntas no tenían otro
objeto que suplir a las sociedades económicas, tratando de agricultura,
industria y comercio, se abrió un vasto campo a mi imaginación, como que
ignoraba el manejo de la España respecto a sus colonias, y sólo había oído el
rumor sordo a los americanos de quejas disgustos, que atribuía yo a no haber
conseguido sus pretensiones, y nunca a las intenciones perversas de los
metropolitanos, que por sistema conservaban desde el tiempo de la conquista.
Tanto me aluciné y me llené de visiones favorables a la América, cuando fui
encargado por la secretaría, de que en mis Memorias describiese
las Provincias a fin de que sabiendo su estado pudiesen tomar providencias
acertadas para su felicidad: acaso en esto habría la mejor intención de parte
de un ministro ilustrado como Gardoquí, que había residido en los Estados
Unidos de América del Norte, y aunque ya entonces se me rehusaran ciertos
medios que exigí para llenar como era debido aquel encargo, me aquieté; pues
se me dio por disculpa que viéndose los fondos del Consulado, se
determinaría.
En fin, salí de España para Buenos Aires: no puedo decir
bastante mi sorpresa cuando conocí a los hombres nombrados por el Rey para la
junta que había de tratar la agricultura, industria y comercio, y propender a
la felicidad de las provincias que componían el virreinato de Buenos Aires;
todos eran comerciantes españoles; exceptuando uno que otro, nada sabían más
que su comercio monopolista, a saber: comprar por cuatro para vender por
ocho, con toda seguridad: para comprobante de sus conocimientos y de sus
ideas liberales a favor del país, como su espíritu de monopolio para no
perder el camino que tenían de enriquecerse, referiré un hecho con que me
eximirá de toda prueba.
Por lo que después he visto, la Corte de España vacilaba
en los medios de sacar lo más que pudiese de sus colonias, así es que hemos
visto disposiciones liberales e iliberales a un tiempo, indicantes del temor
que tenía de perderlas; alguna vez se le ocurrió favorecer la agricultura, y
para darle brazos, adoptó el horrendo comercio de negros y concedió
privilegios a los que lo emprendiesen: entre ellos la extracción de frutos
para los países extranjeros.
Esto dio mérito a un gran pleito sobre si los cueros, ramo
principal de comercio de Buenos Aires, eran o no frutos; había tenido su
principio antes de la erección del Consulado, ante el Rey, y ya se había
escrito de parte a parte una multitud de papeles, cuando el Rey para
resolver, pidió informe a dicha corporación: molestaría demasiado si
refiriese el pormenor de la singular sesión a que dio mérito este informe;
ello es que esos hombres, destinados a promover la felicidad del país,
decidieron que los cueros no eran frutos, y, por consiguiente, no debían
comprenderse en los de la gracia de extracción en cambio de negros.
Mi ánimo se abatió y conocí que nada se haría en favor de
las provincias por unos hombres que por sus intereses particulares posponían
el del común. Sin embargo, ya que por las obligaciones de mi empleo podía
hablar y escribir sobre tan útiles materias, me propuse, al menos, echar las
semillas que algún día fuesen capaces de dar frutos, ya porque algunos
estimulados del mismo espíritu se dedicasen a su cultivo, ya porque el orden
mismo de las cosas las hiciese germinar.
Escribí varias memorias sobre la planificación de
escuelas: la escasez de pilotos y el interés que tocaba tan de cerca a los
comerciantes, me presentó circunstancias favorables para el establecimiento
de una escuela de matemáticas, que conseguí a condición de exigir la
aprobación de la Corte, que nunca se obtuvo y que no paró hasta destruirla;
porque aun los españoles, sin embargo de que conociesen la justicia y
utilidad de estos establecimientos en América, francamente se oponían a
ellos, errados, a mi entender, en los medios de conservar las colonias.
No menos me sucedió con otra de diseño, que también logré
establecer, sin que costase medio real el maestro. Ello es que ni éstas ni
otras propuestas a la Corte, con el objeto de fomentar los tres importantes
ramos de agricultura, industria y comercio, de que estaba encargada la
corporación consular, merecieron la aprobación; no se quería más que el
dinero que produjese el ramo destinado a ella; se decía que todos estos
establecimientos eran de lujo y que Buenos Aires todavía no se hallaba en
estado de sostenerlos.
Otros varios objetos de utilidad y necesidad promoví, que
poco más o menos tuvieron el mismo resultado, y tocará al que escriba la
historia consular, dar una razón de ellos; diré yo, por lo que hace a mi
propósito, que desde el principio de 1794 hasta julio de 1806, pasé mi tiempo
en igual destino, haciendo esfuerzos impotentes a favor del bien público;
pues todos, o escollaban en el gobierno de Buenos Aires o en la Corte, o
entre los mismos comerciantes, individuos que componían este cuerpo, para
quienes no había más razón, ni mas justicia, ni más utilidad ni más necesidad
que su interés mercantil; cualquiera cosa que chocara con él, encontraba un
veto, sin que hubiese recurso para atajarlo.
Sabido es la entrada en Buenos Aires del general Beresford,
con mil cuatrocientos y tantos hombres en 1806: hacía diez años que era yo
capitán de milicias urbanas, más por capricho que por afición a la milicia.
Mis primeros ensayos en ella fueron en esta época. El marqués de Sobremonte,
virrey que entonces era de las provincias, días antes de esta desgraciada
entrada, me llamó para que formase una compañía de jóvenes del comercio, de
caballería, y que al efecto me daría oficiales veteranos para la instrucción:
los busqué, no los encontré, porque era mucho el odio que había a la milicia
en Buenos Aires; con el cual no se había dejado de dar algunos golpes a los
que ejercían la autoridad, o tal vez a esta misma que manifestaba demasiado
su debilidad.
Se tocó la alarma general y conducido del honor volé a la fortaleza, punto de
reunión: allí no había orden ni concierto en cosa alguna, como debía suceder
en grupos de hombres ignorantes de toda disciplina y sin subordinación
alguna: allí se formaron las compañías y yo fui agregado a una de ellas,
avergonzado de ignorar hasta los rudimentos más triviales de la milicia, y
pendiente de lo que dijera un oficial veterano, que también se agregó de
propia voluntad, pues no le daban destino.
Fue la primera compañía que marchó a ocupar la casa de las
Filipinas, mientras disputaban las restantes con el mismo virrey de que ellas
estaban para defender la ciudad y no salir a campaña, y así sólo se redujeron
a ocupar las Barrancas: el resultado fue que no habiendo tropas veteranas ni
milicias disciplinadas que oponer al enemigo, venció éste todos los pasos con
la mayor facilidad: hubo algunos fuegos fatuos en mi compañía y otros para
oponérsele; pero todo se desvaneció, y al mandarnos retirar y cuando íbamos
en retirada, yo mismo oí decir: "Hacen bien en disponer que nos retiremos,
pues nosotros no somos para esto".
Confieso que me indigné, y que nunca sentí más haber
ignorado, como ya dije anteriormente, hasta los rudimentos de la milicia;
todavía fue mayor mi incomodidad cuando vi entrar las tropas enemigas y su
despreciable número para una población como la de Buenos Aires: esta idea no
se apartó de mi imaginación y poco faltó para que me hubiese hecho perder la
cabeza: me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo
en tal estado de degradación, que hubiese sido subyugada. Por una empresa aventurera,
cual era la del bravo y honrado Beresford, cuyo valor admiro y admiraré
siempre en esta peligrosa empresa.
Aquí recuerdo lo que me pasó con mi corporación consular, que protestaba a
cada momento de su fidelidad al rey de España; y de mi relación inferirá el
lector la proposición tantas veces asentada, de que el comerciante no conoce
más patria, ni más rey, ni más religión que su interés propio; cuanto
trabaja, sea bajo el aspecto que lo presente, no tiene otro objeto, ni otra
mira que aquél: su actual oposición al sistema de libertad e independencia de
América, no ha tenido otro origen, como a su tiempo se verá.
Como el Consulado, aunque se titulaba de Buenos Aires, lo
era de todo el virreinato, manifesté al prior y cónsules, que debía yo salir
con el archivo y sellos adonde estuviese el virrey, para establecerlo donde
él y el comercio del virreinato resolviese: al mismo tiempo les expuse que de
ningún modo convenía a la fidelidad de nuestros juramentos que la corporación
reconociese otro monarca: habiendo adherido a mi opinión, fuimos a ver y a
hablar al general, a quien manifesté mi solicitud y defirió a la resolución;
entretanto, los demás individuos del Consulado, que llegaron a extender estas
gestiones se reunieron y no pararon hasta desbaratar mis justas ideas y
prestar el juramento de reconocimiento a la dominación británica, sin otra
consideración que la de sus intereses.
Me liberté de cometer, según mi modo de pensar, este
atentado, y procuré salir de Buenos Aires casi como fugado; porque el general
se había propuesto que yo prestase el juramento, habiendo repetido que luego
que sanase lo fuera a ejecutar; y pasé a la banda septentrional del Río de la
Plata, a vivir en la capilla de Mercedes. Allí supe, pocos días antes de
hacerse la recuperación de Buenos Aires, el proyecto, y pensando ir a tener
parte en ella, llegó a nosotros la noticia de haberse logrado con el éxito
que es sabido.
Poco después me puse en viaje para la capital, y mi arribo
fue la víspera del día en que los patricios iban a elegir sus comandantes
para el cuerpo de voluntarios que iba a formarse, cuando ya se habían formado
los cuerpos de europeos y habían algunos que tenían armas; porque la política
reptil de los gobernantes de América, a pesar de que el número y el interés del
patricio debía siempre ser mayor por la conservación de la patria que el de
los europeos aventureros, recelaba todavía de aquéllos a quienes por
necesidad permitía también armas.
Sabido mi arribo por varios amigos, me estimularon para
que fuese a ser uno de los electores: en efecto, los complací, pero confieso
que desde entonces, empecé a ver las tramas de los hombres de nada, para
elevarse sobre los de verdadero mérito; y no haber tomado por mí mismo la
recepción de votos, acaso salen dos hombres obscuros, más por sus vicios que
por otra cosa, a ponerse a la cabeza del cuerpo numeroso y decidido que debía
formar el ejército de Buenos Aires, que debía dar tanto honor a sus armas.
Recayó al fin la elección en dos hombres que eran de algún
viso, y aún ésta tuvo sus contrastes, que fue preciso vencerlos, reuniendo de
nuevo las gentes a la presencia del general Liniers, quien recorriendo las
filas conmigo, oyó por aclamación los nombres de los expresados, y en
consecuencia, quedaron con los cargos y se empezó el formal alistamiento;
pero como éste se acercase a cerca de 4.000 hombres puso en expectación a
todos los comandantes europeos y a los gobernantes y procuraron, por cuantos
medios les fue posible, ya negando armas, ya atrayéndolos a los otros
cuerpos, evitar que número tan crecido de patricios, se reuniesen.
En este estado y por si llegaba el caso de otro suceso
igual al de Beresford, u otro cualquiera, de tener una parte activa en
defensa de mi patria, tomé un maestro que me diese alguna noción de las evoluciones
más precisas y me enseñase por principios el manejo del arma. Todo fue obra
de pocos días: me contraje como debía, con el desengaño que había tenido en
la primera operación militar, de que no era lo mismo vestir el uniforme de
tal, que serlo.
Así como por elección se hicieron los comandantes del
cuerpo, así se hicieron los de los capitanes y en los respectivos cuarteles
por las compañías que se formaron, y éstas me honraron llamándome a ser su
sargento mayor, de que hablo con toda ingenuidad, no puede excusarme, porque
me picaba el honorcillo y no quería que se creyera cobardía al mismo tiempo
en mí, no admitir cuando me habían visto antes vestir el uniforme.
Entrado a este cargo, para mí enteramente nuevo, por mi
deseo de desempeñarlo según correspondía, tomé con otro anhelo el estudio de
la milicia y traté de adquirir algunos conocimientos de esta carrera, para mí
desconocida en sus pormenores; mi asistencia fue continua a la enseñanza de
la gente. Tal vez esto, mi educación, mi modo de vivir y mi roce de gentes
distinto en lo general de la mayor parte de los oficiales que tenía el
cuerpo, empezó a producir rivalidades que no me incomodaban, por lo que hace
a mi persona, sino por lo que perjudicaban a los adelantamientos y lustre del
cuerpo, que tanto me interesaban y por tan justos motivos.
Ya estaba el cuerpo, capaz de algunas maniobras y su
subordinación se sostenía por la voluntad de la misma gente que le componía,
aunque ni la disciplina, ni la subordinación era lo que debía ser, cuando el
general Auchmuty intentaba tomar a Montevideo; pidió aquel gobernador
auxilios, y de todos los cuerpos salieron voluntarios para marchar con el
general Liniers. El que más dio fue el de patricios, sin embargo de que hubo
un jefe, yo lo vi, que cuando preguntaron a su batallón quién quería ir, le
hizo señas con la cabeza para que no contestase.
Entonces me preparé a marchar, así por el deseo de hacer
algo en la milicia, como por no quedar con dos jefes, el uno inepto y el otro
intrigante, que sólo me acarrearían disgustos, según a pocos momentos lo vi,
como después diré. Tanto el comandante que marchó cuanto toda la demás
oficialidad que le acompañaba, representaron al general que no convenía de
ningún modo mi salida, y que el cuerpo se desorganizaría si yo lo abandonaba:
así me lo expuso el general en los momentos de ir a marchar y me lo impidió.
Quedé, y no tardó mucho en verificarse lo mismo que yo
temía: se ofreció poner sobre las armas un cierto número de compañías a
sueldo, y me costó encontrar capitanes que quisieran servir, pero había de
los subalternos doble número que aspiraban a disfrutarlo, no hallé un camino
mejor para contentarlos que disponer echaran suertes: esto me produjo un
sinsabor cual no me creía, pues hubo oficial que me insultó a presencia de la
tropa y de esos dos comandantes que miraron con indiferencia un acto tan
escandaloso de insubordinación; entonces empecé a observar el estado
miserable de educación de mis paisanos, sus sentimientos mezquinos y hasta
dónde llegaban sus intrigas por el ridículo prest, y formé la idea de
abandonar mi cargo en un cuerpo que ya preveía que jamás tendría orden y que
no sería más que un grupo de voluntarios.
Así es que tomé el partido de volver a ejercer mi empleo
de secretario del Consulado, que al mismo tiempo no podía ya servirlo el que
hacía de mi sustituto, quedando por oferta mía dispuesto a servir en
cualquier acción de guerra que se presentase, dónde y cómo el gobierno
quisiera; pasó el tiempo desde el mes de febrero hasta junio, que se presentó
la escuadra y transporte que conducían al ejército al mando del general
Whitelocke en 1807.
El cuartel maestre general me nombró por uno de sus
ayudantes de campo, haciéndome un honor a que no era acreedor: en tal clase
serví todos aquellos días: el de la defensa me hallé cortado y poco o nada
pude hacer hasta que me vi libre de los enemigos; pues a decir verdad el modo
y método con que se hizo, tampoco daba lugar a los jefes a tomar
disposiciones, y éstas quedaban al arbitrio de algunos denodados oficiales,
de los mismos soldados voluntarios, que era gente paisana que nunca había
vestido uniforme, y que decía, con mucha gracia, que para defender el suelo
patrio no habían necesitado de aprender a hacer posturas, ni figuras en las
plazas públicas para diversión de las mujeres ociosas.
El general dispuso que el expresado cuartel maestre
recibiese el juramento a los oficiales prisioneros: con este motivo paso a su
habitación el brigadier general Crawford, con sus ayudantes y otros oficiales
de consideración: mis pocos conocimientos en el idioma francés, y acaso otros
motivos de civilidad, hicieron que el nominado Crawford se dedicase a
conversar conmigo con preferencia, y entrásemos a tratar de algunas materias
que nos sirviera de entretenimiento, sin perder de vista adquirir
conocimientos del país, y muy particularmente respecto de su opinión del
gobierno español.
Así es que después de haberse desengañado de que yo no era
francés ni por elección, ni otra causa, desplegó sus ideas acerca de nuestra
independencia, acaso para formar nuevas esperanzas de comunicación con estos
países, ya que les habían sido fallidas las de conquistas: le hice ver cuál
era nuestro estado, que ciertamente nosotros queríamos el amo viejo o
ninguno; pero que nos faltaba mucho para aspirar a la empresa, y que aunque
ella se realizase bajo la protección de la Inglaterra, ésta nos abandonaría
si se ofrecía un partido ventajoso a Europa, y entonces vendríamos a caer
bajo la espada española; no habiendo una nación que no aspirase a su interés
sin que le diese cuidado de los males de las otras; convino conmigo y
manifestándole cuánto nos faltaba para lograr nuestra independencia, difirió
para un siglo su consecución.
¡Tales son en todo los cálculos de los hombres! Pasa un
año, y he ahí que sin que nosotros hubiésemos trabajado para ser
independientes, Dios mismo nos presenta la ocasión con los sucesos de 1808 en
España y en Bayona.
En efecto, avívanse entonces las ideas de libertad e
independencia en América y los americanos empiezan por primera vez a hablar
con franqueza de sus derechos. En Buenos Aires se hacía la jura de Fernando
VII, y los mismos europeos aspiraban a sacudir el yugo de España por no ser
napoleonistas. ¿Quién creería que don Martín de Álzaga, después autor de una
conjuración fuera uno de los primeros corifeos?
Llegó en aquella sazón el desnaturalizado Goyeneche:
despertó a Liniers, despertaron los españoles y todos los jefes de las
provincias: se adormecieron los jefes americanos, y nuevas cadenas se
intentaron echarnos y aun cuando éstas no tenían todo el rigor del antiguo
despotismo, contenían y contuvieron los impulsos de muchos corazones que,
desprendidos de todo interés, ardían por la libertad e independencia de la
América, y no querían perder una ocasión que se les venía a las manos, cuando
ni una vislumbre habían visto que se las anunciase.
Entonces fue, que no viendo yo un asomo de que se pensara
en constituirnos, y sí a los americanos prestando una obediencia injusta a
unos hombres que por ningún derecho debían mandarlos, traté de buscar los
auspicios de la infanta Carlota, y de formar un partido a su favor,
oponiéndome a los tiros de los déspotas que celaban con el mayor anhelo para
no perder sus mandos; y lo que es más, para conservar la América dependiente
de la España, aunque Napoleón la dominara pues a ellos les interesaba poco o
nada ya sea Borbón, Napoleón u otro cualquiera, si la América era colonia de
la España.
Solicité, pues, la venida de la infanta Carlota, y siguió
mi correspondencia desde 1808 hasta 1809, sin que pudiese recabar cosa
alguna: entretanto mis pasos se celaron y arrostré el peligro yendo a
presentarme en persona al virrey Liniers y hablarle con toda la franqueza que
el convencimiento de la justicia que me asistía me daba, y la conferencia
vino a proporcionarme el inducirlo a que llevase a ejecución la idea que ya
tenía de franquear el comercio a los ingleses en la costa del río de la
Plata, así para debilitar a Montevideo, como para proporcionar fondos para el
sostén de las tropas, y atraer a las provincias del Perú por las ventajas que
debía proporcionarles el tráfico. Desgraciadamente cuando llegaba a sus manos
una memoria que yo le remitía para tan importante objeto, con que yo veía se
iba a dar el primer golpe a la autoridad española, arribó un ayudante del
virrey nombrado, Cisneros, que había desembarcado en Montevideo, y todo aquel
plan varió. Entonces aspiré a inspirar la idea a Liniers de que no debía
entregar el mando por no ser autoridad legítima la que lo despojaba.
Los
ánimos de los militares estaban adheridos a esta
opinión: mi objeto era que
se diese un paso de inobediencia al ilegitimo gobierno de España, que en
medio de su decadencia quería dominarnos; conocí que Liniers no tenía
espíritu ni reconocimiento a los americanos que lo habían elevado y
sostenido, y que ahora lo querían de mandón, sin embargo de que había muchas
pruebas de que abrigaba, o por opinión o por el prurito de todo europeo,
mantenernos en el abatimiento y esclavitud.
Cerrada esta puerta, aún no desesperé de la empresa de no admitir
a Cisneros, y, sin embargo de que la diferencia de opiniones y otros
incidentes, me habían desviado del primer comandante de patricios, don
Cornelio Saavedra; resuelto a cualquier acontecimiento, bien que no temiendo
de que me vendiese, tomé el partido de ir a entregarle dos cartas que tenía
para él de la infanta Carlota: las puse en sus manos y le hablé con toda
ingenuidad: le hice ver que no podía presentársenos época más favorable para
adoptar el partido de nuestra redención, y sacudir el injusto yugo que
gravitaba sobre nosotros.
La contestación, fue que lo pensaría y que le esperase por
la noche siguiente a oraciones en mi casa: concebí ideas favorables a mi
proyecto, por las disposiciones que observé en él: los momentos se hacían
para mí siglos; llegó la hora y apareció en mi casa don Juan Martín de
Pueyrredón y me significó que iba a celebrarse una junta de comandantes en la
casa de éste, a las once de la noche, a la que yo precisamente debía
concurrir; que era preciso no contar sólo con la fuerza, sino con los pueblos
y que allí se arbitrarían los medios.
Cuando oí hablar así y tratar de contar con los pueblos,
mi corazón se ensanchó y risueñas ideas de un proyecto favorable vinieron a
mi imaginación: quedé sumamente contento, sin embargo de que conocía la
debilidad de los que iban a componer la junta, la divergencia de intereses
que había entre ellos, y particularmente la viveza de uno de los Comandantes
europeos que debían asistir, sus comunicaciones con los mandones, y la gran
influencia que tenía en el corazón de Saavedra, y en los otros por el temor.
A la hora prescrita vino el nominado Saavedra con el
comandante don Martín Rodríguez a buscarme para ir a la Junta: híceles mil
reflexiones acerca de mi asistencia, pero insistieron y, fui en su compañía;
allí se me dio un asiento, y abierta la sesión por Saavedra, manifestando el
estado de la España, nuestra situación, y que debía empezarse por no recibir
a Cisneros, con un discurso bastante metódico y conveniente: salió a la
palestra uno de los comandantes europeos con infinitas ideas, a que siguió
otro con un papel que había trabajado, reducido a disuadir del pensamiento y
contraído a decir agravios contra la audiencia por lo que les había ofendido
con sus informes
ante la Junta Central.
Los demás comandantes exigieron mi parecer; traté la
materia con la justicia que ella de suyo tenía, y nada se ocultaba a los
asistentes, que después entrados en conferencia, sólo trataban de su interés
particular, y si alguna vez se decidían a emprender, era por temor de que se
sabría aquel congreso y los castigaran; mas asegurándose mutuamente el
silencio volvían a su indecisión y no buscaban otros medios ni arbitrios para
conservar sus empleos. ¡Cuán desgraciada vi entonces esta situación! ¡Qué
diferentes conceptos formé de mis paisanos! No es posible, dije, que estos
hombres trabajen por la libertad del país; y no hallando que quisieran
reflexionar por un instante sobre el verdadero interés general, me separé de
allí, desesperado de encontrar remedio, esperando ser una de las víctimas por
mi deseo de que formásemos una de las naciones del mundo.
Pero la providencia que mira las buenas intenciones y las
protege por medios que no están al alcance de los hombres, por triviales y
ridículos que parezcan, parece que borró de todos hasta la idea de que yo
hubiese sido uno de los concurrentes a la tal junta, y ningún perjuicio se me
siguió: al contrario, a don Juan Martín de Pueyrredón lo buscaron, lo
prendieron y fue preciso valerse de todo artificio para salvarlo. En la noche
de su prisión ya muchos se lisonjeaban de que se alzaría la voz patria: yo
que había conocido a todos los comandantes y su debilidad, creí que le
dejarían abandonado a la espada de los tiranos, como la hubiera sufrido, si
manos intermedias no trabajasen por su libertad: le visité en el lugar en que
se había ocultado y le proporcioné un bergantín para su viaje al Janeiro, que
sin cargamento ni papeles del gobierno de Buenos Aires salió, y se le entregó
la correspondencia de la infanta Carlota, comisionándole para que hiciera
presente nuestro estado y situación y cuanto convenía se trasladase a Buenos
Aires.
Acaso miras políticas influyeron a que la infanta no lo
atendiera, ni hiciera aprecio de él, esto y observar que no había un camino
de llevar mis ideas adelante, al mismo tiempo, que la consideración de los
pueblos y lo expuesto que estaba en Buenos Aires después de la llegada de
Cisneros, a quien se recibió con tanta bajeza por mis paisanos, y luego
intentaron quitar, contando siempre conmigo, me obligó a salir de allí y
pasar a la banda septentrional para ocuparme en mis trabajos literarios y
hallar consuelo a la aflicción que padecía mí espíritu con la esclavitud en
que estábamos, y no menos para quitarme de delante para que, olvidándome, no
descargase un golpe sobre mí.
Las cosas de España empeoraban y mis amigos buscaban de
entrar en relación de amistad con Cisneros: éste se había explicado de algún
modo, y, a no temer la horrenda canalla de oidores que lo rodeaba,
seguramente hubiera entrado por sí en nuestros intereses, pues su prurito era
tener con qué conservarse. Anheló éste a que se publicase un periódico en
Buenos Aires, y era tanta su ansia, que hasta quiso que se publicase el
prospecto de un periódico que había salido a la luz en Sevilla, quitándole
sólo el nombre y poniéndole el de Buenos Aires.
Sucedía esto a mi regreso de la banda septentrional, y
tuvimos este medio ya de reunirnos los amigos sin temor, habiéndole hecho
éstos entender a Cisneros que si teníamos alguna junta en mi casa, sería para
tratar de los asuntos concernientes al periódico; nos dispensó toda
protección e hice el prospecto del Diario de Comercio que se publicaba en 1810, antes de nuestra revolución; en
él salieron mis papeles, que no era otra cosa más que una acusación contra el
gobierno español; pero todo pasaba, y así creíamos ir abriendo los ojos a
nuestros paisanos: tanto fue, que salió uno de mis papeles, titulado Origen de la grandeza y
decadencia de los imperios ,
en las vísperas de nuestra revolución, que así contentó a los de nuestro
partido como a Cisneros, y cada uno aplicaba el ascua a su sardina, pues todo
se atribuía a la unión y desunión de los pueblos.
Estas eran mis ocupaciones y el desempeño de las
obligaciones de mi empleo, cuando habiendo salido por algunos días al campo,
en el mes de mayo, me mandaron llamar mis amigos a Buenos Aires, diciéndome
que era llegado el caso de trabajar por la patria para adquirir la libertad e
independencia deseada; volé a presentarme y hacer cuanto estuviera a mis
alcances: había llegado la noticia de la entrada de los franceses en
Andalucía y la disolución de la Junta Central; éste era el caso que se había
ofrecido a cooperar a nuestras miras el comandante Saavedra.
Muchas y vivas fueron entonces nuestras diligencias para
reunir los ánimos y proceder a quitar a las autoridades, que no sólo habían
caducado con los sucesos de Bayona, sino que ahora caducaban, puesto que aun
nuestro reconocimiento a la Junta Central cesaba con su disolución,
reconocimiento el más inicuo y que había empezado con la venida del malvado
Goyeneche, enviado por la indecente y ridícula Junta de Sevilla. No es mucho,
pues, no hubiese un español que no creyese ser señor de América, y los
americanos los miraban entonces con poco menos estupor que los indios en los
principios de sus horrorosas carnicerías, tituladas conquistas.
Se vencieron al fin todas las dificultades, que más
presentaba el estado de mis paisanos que otra cosa, y aunque no siguió la
cosa por el rumbo que me había propuesto, apareció una junta, de la que yo
era vocal, sin saber cómo ni por dónde, en que no tuve poco sentimiento.
Era
preciso corresponder a la confianza del pueblo, y todo me contraje al
desempeño de esta obligación, asegurando, como aseguro, a la faz del
universo, que todas mis ideas cambiaron, y ni una sola concedía a un objeto particular,
por más que me interesase: el bien público estaba a todos instantes a mi
vista.
No puedo pasar en silencio las lisonjeras esperanzas que
me había hecho concebir el pulso con que se manejo nuestra revolución, en que
es preciso, hablando verdad, hacer justicia a don Cornelio Saavedra. El
congreso celebrado en nuestro estado para discernir nuestra situación, y
tomar un partido en aquellas circunstancias, debe servir eternamente de
modelo a cuantos se celebren en todo el mundo. Allí presidió el orden; una
porción de hombres estaban preparados para a la señal de un pañuelo blanco,
atacar a los que quisieran violentarnos; otros muchos vinieron a ofrecérseme,
acaso de los más acérrimos contrarios, después, por intereses particulares;
pero nada fue preciso, porque todo caminó con la mayor circunspección y
decoro. ¡Ah, y qué buenos augurios! Casi se hace increíble nuestro estado
actual. Mas si se recuerda el deplorable estado de nuestra educación, veo que
todo es una consecuencia precisa de ella, y sólo me consuela el
convencimiento en que estoy, de que siendo nuestra revolución obra de Dios,
él es quien la ha de llevar hasta su fin, manifestándonos que toda nuestra
gratitud la debemos convertir a S. D. M. y de ningún modo a hombre alguno.
Seguía pues, en la junta provisoria, y lleno de
complacencia al ver y observar la unión que había entre todos los que la
componíamos, la constancia en el desempeño de nuestras obligaciones, y el
respeto y consideración que se merecía del pueblo de Buenos Aires y de los extranjeros
residentes allí: todas las diferencias de opiniones se concluían
amistosamente y quedaba sepultada cualquiera discordia entre todos.
Así estábamos, cuando la ineptitud del general de la
expedición del Perú obligó a pasar de la Junta al doctor Castelli para que
viniera de representante de ella, a fin de poner remedio al absurdo que
habíamos cometido de conferir el mando a aquél, llevados del informe de
Saavedra y de que era el comandante del cuerpo de arribeños y es preciso
confesar que creíamos que con sólo este título, no habría arribeño que no le
siguiese y estuviese con nuestros intereses. Debo decir, aquí, que soy
delincuente ante toda la Nación de haber dado mi voto, o prestándome sin
tomar el más mínimo conocimiento del sujeto, por que fuera jefe. ¡Qué
horrorosas consecuencias trajo esta precipitada elección!
¡En qué profunda ignorancia vivía yo del estado cruel de
las provincias interiores!
¡Qué velo cubría mis ojos! El deseo de la libertad e independencia de mi
patria, que ya me había hecho cometer otros defectos como dejo escritos,
también me hacía pasar por todo, casi sin contar con los medios.
A la salida del doctor Castelli, coincidió la mía, que
referiré a continuación hablando de la expedición al Paraguay, expedición que
sólo pudo caber en unas cabezas acaloradas que sólo veían su objeto y a
quienes nada era difícil, porque no reflexionaban ni tenían conocimientos.
EXPEDICION AL PARAGUAY
Me hallaba de vocal en la Junta provisoria, cuando en el mes de agosto de
1810, se determinó mandar una expedición al Paraguay, en atención a que se
creía que allí había un gran partido por la revolución, que estaba oprimido
por el gobernador Velazco y unos cuantos mandones, y como es fácil
persuadirse de lo que halaga, se prestó crédito al coronel Espínola, de las
milicias de aquella provincia, que al tiempo de la instalación de la predicha
junta se hallaba en Buenos Aires. Fue con pliegos, y regresó diciendo que con
doscientos hombres era suficiente para proteger el partido de la revolución,
sin embargo de que fue perseguido por sus mismos paisanos, y tuvo que
escaparse a uña de buen caballo, aun batiéndose, no sé en qué punto, para
libertarse.
La Junta puso las miras en mí, para mandarme con la
expedición auxiliadora, como representante y general en jefe de ella; admití,
porque no se creyese que repugnaba los riesgos, que sólo quería disfrutar de
la capital, y también porque entreveía una semilla de división entre los
mismos vocales, que yo no podía atajar, y deseaba hallarme en un servicio
activo, sin embargo de que mis conocimientos militares eran muy cortos, pues
también me había persuadido que el partido de la revolución sería grande, muy
en ello de que los americanos al sólo oír libertad, aspirarían a conseguirla.
El pensamiento había quedado suspenso y yo me enfermé a principios de
septiembre, apuraron la circunstancias y convaleciente, me hicieron salir,
destinando doscientos hombres de la guarnición de Buenos Aires, de los
cuerpos de granaderos y pardos, poniendo a mi disposición el regimiento que se
creaba de caballería de la patria, con el pie de los blandengues de la
frontera, y asimismo la compañía de blandengues de Santa Fe y las milicias
del Paraná, con cuatro cañones de a cuatro y respectivas municiones.
Salí para San Nicolás de los Arroyos, en donde se hallaba el expresado cuerpo
de caballería de la patria, y sólo encontré en él sesenta hombres, de los que
se decían veteranos, y el resto, hasta cien hombres, que se habían sacado de
las compañías de milicias de aquellos partidos, eran unos verdaderos reclutas
vestidos de soldados. Eran el coronel don Nicolás Olavarría y el sargento
mayor don
Nicolás Machain.
Dispuse que marchase a Santa Fe para pasar a La Bajada,
para donde habían marchado las tropas de Buenos Aires, al mando de don Juan
Ramón Balcarce, mientras yo iba a la dicha ciudad para ver la compañía de
blandengues, que se componía de cuarenta veteranos y sesenta reclutas.
Luego que pasaron todos al nominado pueblo de La Bajada,
me di a reconocer de general en jefe, y nombré de mayor general a don Nicolás
Machain, dándole, mientras yo llegaba, mis órdenes e instrucciones.
Así que la tropa y artillería que ya he referido, como dos
piezas de a dos, que agregué, de cuatro que tenía el ya referido cuerpo de
caballería de la patria, y cuanto pertenecía a éste que se llamaba ejército,
se habla transportado a La Bajada, me puse en marcha para ordenarlo y
organizarlo todo.
Hallándome allí recibí aviso del gobierno de que me
enviaba doscientos patricios, pues, por las noticias que tuvo del Paraguay,
creyó que la cosa era más seria de lo que se había pensado, y puso también a
mi disposición las milicias que tenía el gobernador de Misiones, Rocamora, en
el pueblo de Yapeyú con nueve o diez dragones que le acompañaban.
Mientras llegaban los doscientos patricios que vinieron al
mando del teniente coronel don Gregorio Perdriel, aprontaba las milicias del
Paraná, las carretas y animales para la conducción de aquélla, y caballada
para la artillería y tropa.
Debo hacer aquí los mayores elogios del pueblo de Paraná y
toda su jurisdicción; a porfía se empezaban en servir, y aquellos buenos
vecinos de la campaña abandonaban con gusto sus casas para ser de la
expedición y auxiliar al ejército de cuantos modos les era posible. No se me
olvidarán jamás los apellidos Garrigós, Ferré, Verá y Hereñú; ningún
obstáculo había que no venciesen por la patria. Ya seríamos felices si tan
buenas disposiciones no las hubiese trastornado un gobierno inerme, que no ha
sabido premiar la virtud, y ha dejado impune los delitos.
Estoy escribiendo,
cuando estos mismos, y Hereñu, sé que han batido a Holmberg.
Para asegurar en el partido de la revolución el Arroyo de
la China y demás pueblos de la costa occidental del Uruguay, nombré
comandante de aquella orilla al doctor don José Díaz VéIez, y lo mandé
auxiliado con una compañía de la mejor tropa de caballería de la patria que
mandaba el capitán don Diego González Balcarce.
Entretanto, arreglaba las cuatro divisiones que formé del
ejército, destinándole a cada una, una pieza de artillería y municiones,
dándoles las instrucciones a los jefes para su buena y exacta dirección, e
inspirando la disciplina y subordinación a la tropa y particularmente la
última calidad de que carecía absolutamente la más disciplinada, que era la
de Buenos Aires, pues el jefe de las armas, que era don Cornelio Saavedra no
sabía lo que era milicias, y así creyó que el soldado sería mejor dejándole
hacer su gusto.
Felizmente no encontré repugnancia, y los oficiales me
ayudaron a restablecer el orden de un modo admirable, a tal término que logré
que no hubiese la más mínima queja de los vecinos del tránsito, ni pueblos
donde hizo alto el ejército, ni alguna de sus divisiones. Confieso que esto
me aseguraba un buen éxito, aun en el más terrible contraste.
Dieron principio a salir a últimos de octubre, con
veinticuatro horas de intermedio hacia Curuzú Cuatiá, pueblo casi en el
centro de lo que se llama Entre Ríos. Los motivos por que tomé aquel camino
los expresaré después, y dejaremos marchando al ejército para hablar del
Arroyo de la China.
Tuve noticias positivas de una expedición marítima que
mandaba allí Montevideo y le indiqué al gobierno que se podría atacar; me
mandó que siguiese mi marcha, sin reflexionar ni hacerse cargo de que
quedaban aquellas fuerzas a mi espalda, y las que si hubiesen estado en otras
manos, me hubieran perjudicado mucho. Siempre nuestro gobierno, en materia de
milicia no ha dado una en el clavo; tal vez es autor de todas nuestras
desgraciadas jornadas y de que nos hallemos hoy 17 de marzo de 1814 en
situación tan crítica.
Aquellas fuerzas de Montevideo se pudieron tomar todas;
venían en ellas muchos oficiales que aspiraban reunírsenos, como después lo
ejecutaron y si don José Díaz Vélez en lugar de huir precipitadamente, oye
los consejos del capitán Balcarce y hace alguna resistencia, sin necesidad de
otro recurso queda la mayor parte de la fuerza que traía el enemigo con
nosotros y se ve precisado a retirarse el jefe de la expedición de
Montevideo, Michelena, desengañado de la inutilidad de sus esfuerzos, y quién
sabe si se hubiera dejado tomar, pues le unían lazos a Buenos Aires de que no
podía desentenderse.
Mientras sucedía esto iba yo en marcha recorriendo las
divisiones del ejército para observar si se guardaban mis órdenes y si todo
seguía del mismo modo que me había propuesto y así, un día estaba en la 4º
división y otro día en la 2º y 1º de modo que los jefes ignoraban cuándo
estaría con ellos y su cuidado era extremo, y así es que en sólo el camino,
logré establecer la subordinación de un modo encantador y sin que fuera
precisos mayores castigos.
En Alcaraz tuve la noticia del desembarco de los de
Montevideo en el Arroyo de la China, y di la orden para que Balcarce se me
viniese a reunir; entonces, me parece, insistí al gobierno para ir a
atacarlos, y recibí su contestación en Curuzú Cuatiá, de que siguiese mi
marcha como he dicho.
Había principiado la deserción, particularmente en los de
caballería de la patria, y habiendo yo mismo encontrado dos, los hice prender
con mi escolta, y conducirlos hasta el punto de Curuzú Cuatiá, donde luego
que se reunió el ejército los mandé pasar por las armas con todas las
formalidades de estilo y fue bastante para que ninguno se desertase.
Hice alto en dicho pueblo, por el arroyo de las Carretas,
para proporcionarme cuanto era necesario para seguir la marcha.
Nombré allí, de cuartel maestre general, al coronel Rocamora y le mandé que
viniese con la gente que tenía, por aquel camino hasta reunírseme, pues, como
ya he dicho, se hallaba en Yapeyú.
Pude haberle mandado que fuese por los pueblos de Misiones
a Candelaria, pueblo sobre la costa Sur del Paraná, con lo que habría
ahorrado muchas leguas de marcha, pero como el objeto de mi venida a Curuzú
Cuatiá había sido por ser el mejor camino de carretas como para alucinar a
los paraguayos, de modo que no supieran por qué punto intentaba pasar el
Paraná, barrera formidable, le di la orden predicha.
En los ratos que con bastante apuro me dejaban mis
atenciones militares para el apresto de todo, disciplina del ejército, sus
subsistencias y demás, que todo cargaba sobre mí, hice delinear el nuevo
pueblo de Nuestra Señora del Pilar de Curuzú Cuatiá; expedí un reglamento
para la jurisdicción y aspiré a la reunión de población, porque no podía ver
sin dolor, que las gentes de la campaña viviesen tan distantes unas de otras
lo más de su vida, o tal vez, en toda ella, estuviesen sin oír la voz de su
pastor eclesiástico, fuera del ojo del juez, y sin un recurso para lograr
alguna educación.
Para poderme contraer algo más a la parte militar, que
como siempre me ha sido preciso descuidarla, por recaer entre nosotros todas
las atenciones en el general, nombré de intendente del ejército a don José
Alberto de Echevarría, de quien tendré ocasión de hablar en lo sucesivo.
Desde dicho punto di orden al teniente gobernador de
Corrientes, que lo era don Elías Galván, que pusiese fuerzas de milicias en
el paso del Rey, con el ánimo de que los paraguayos se persuadieran que iba a
vencer el Paraná por allí, y para mayor abundamiento, ordené que se
dispusieran unas grandes canoas para que lo creyesen mejor, y si podían
escapar, subiesen hasta Candelaria.
Ello es que al predicho paso se dirigieron con preferencia
sus miras de defensa, sin embargo que no desatendían los otros, pues allí
pusieron hasta fuerzas marítimas al mando de un canalla europeo, que con
dificultad se dará más soez, pues parece que la hez se había ido a refugiar
en aquella desgraciada provincia.
Salí de Curuzú Cuatiá con todas las divisiones reunidas,
dirigiéndome al río de Corrientes, al paso que se llama Caaguazú, por campos
que parecía no hubiese pisado la planta del hombre, faltos de agua y de todo
recurso y sin otra subsistencia que el ganado que llevábamos; las caballadas
eran del Paraná y su jurisdicción, que nos habían dado por la patria y las
conducía don Francisco Aldao gratuitamente.
Llegamos al río Corrientes al paso ya referido y sólo
encontramos muy malas canoas que nos habían de servir de balsas para pasar la
tropa, artillería y municiones; felizmente la mayor parte de la gente sabía
nadar y hacer uso de lo que llamamos pelota, y aún así tuvimos dos ahogados y
algunas municiones perdidas por la falta de balsa. Tardamos tres días en este
paso. No obstante la mayor actividad y diligencia y el gran trabajo de los
nadadores que pasaron la mayor parte de las carretas dando vuelcos. El río
tendría una cuadra de ancho y lo más de él a nado.
Por la primera vez se me presentaron algunos vecinos de
Corrientes y entre ellos el muy benemérito don Angel Fernández y Blanco a
quien la patria debe grandes servicios y un viejo honradísimo, don Eugenio
Núñez Serrano, que se tomó la molestia de acompañarme en toda la expedición,
sufriendo todos los trabajos de ella sin otro interés que el de la causa de
la patria.
El teniente gobernador me describió haciéndome mil ofertas
de ganados y caballos; aquéllos me alcanzaron en número de ochocientas
cabezas que, era preciso dar dos por una, pues estaban en esqueleto; los
caballos nunca vinieron, y sin embargo escribió que nos había franqueado
hasta cuatro mil. A tal término llegó la escasez de caballos para el ejército
en aquella jurisdicción que a pocas jornadas de Caaguazú nos fue preciso
echar mano de las caballadas de reserva para la tropa y para arrastrar la
artillería.
Toca en este lugar, que haga memoria del digno europeo don
Isidro Fernández Martínez, que me auxilió mucho y se manifestó como uno de
los mejores patriotas, acompañándonos hasta un pueblecito nombrado
Inguatecorá sufriendo las lluvias y penalidades de unos caminos poco menos
que despoblados.
Seguí siempre la línea recta, a salir a frente de San
Gerónimo, atravesando, según el plan que llevaba, la famosa laguna Iberá que
nunca vi, observé sí, unos ciénagos inmensos al costado derecho del camino,
que serían parte de ella. Pasamos los Ibicuy, Miní y Guazú, que son desagües
de ella, o comunicaciones con el Paraná y después de marchas las más penosas,
por países habitados de fieras y sabandijas de cuanta especie es capaz de
perjudicar al hombre, llegamos a dicho punto de San Gerónimo sufriendo
inmensos aguaceros, sin tener una sola tienda de campaña ni aun para guardar
las armas.
Allí empezaron con más fuerza las aguas y nuestros
sufrimientos y nos encaminábamos al paso de Ibaricary, habiendo yo formado la
idea de atravesar a la isla célebre, nombrada Apipé, para de allí pasar a San
Cosme, según los informes que me habían dado los baqueanos. No encontré más
que una canoa y me propuse hacer botes de cuero para vencer la dificultad, en
la estancia de Santa María de la Candelaria, y yo dije entonces Santa María
la Mayor, por haber visto así el título en el altar Mayor.
Desde este punto, que me pareció oportuno, dirigí mis
oficios al gobernador Velazco, al Cabildo y al obispo, invitándoles a una
conciliación para evitar la efusión de sangre. Don Ignacio Warnes, mi
secretario, se comidió a llevar los pliegos, por el conocimiento y atenciones
que había debido a su causa, el expresado gobernador Velazco. Al mismo tiempo
dirigí oficios, incluyendo copias de los expresados pliegos, a los
comandantes de las costas, pidiéndoles cesasen toda hostilidad, hasta la
contestación del tal gobernador.
Me horrorizo al contemplar la conducta engañosa que se
observó con Warnes, las tropelías que se cometieron con él, las prisiones que
le pusieron, la muerte que a cada paso le ofrecían, el robo de su equipaje
por los mismos oficiales. Yo vi su sable y cinturón en don Fulgencio Yegros,
hoy cónsul de aquella república, después de la acción de Tacuarí. Entre los
cafrés no se ha cometido tal atentado con un parlamentario; sólo puede
disculparlo la ignorancia y la barbarie en que vivían aquellos provincianos,
y las ideas que les habían hecho concebir los europeos en contra de nosotros.
Confieso que no quisiera traer a la memoria unos hechos
que degradan al hombre americano. Pero, ¿qué habían de hacer esos
descendientes de los bárbaros españoles conquistadores?
Todo fue estudiado y tanto más criminoso; ofreciéndole a
Warnes la mejor acogida inmediatamente que desembarcó, fue amarrado y
conducido así por las lagunas y pantanos hasta Ñeembucú; allí grillos, y con
ellos cepos, dicterios, insultos y cuanto mal se le podía hacer. Basta para
conocer el estado moral de los paraguayos, en diciembre de 1810 y lo que la
España había trabajado en trescientos años, para su ilustración. Seguiré la
narración que me he propuesto.
Mientras estaba en los trabajos de los botes de cuero,
tuve noticias de que en Caraguatá había unos europeos construyendo un barco,
y que se había salvado el bote del fuego con que los paraguayos devoraron
cuanto buque pequeño y canoas había hacia aquella parte de la costa Sur del
Paraná, con el intento de quitarnos todo auxilio.
Con este motivo me dirigí allí; mandé fuerzas a la Candelaria y ordené al
mayor general que viese por sí mismo el ancho del río en aquella parte y me
diese cuenta, pues no me fiaba del plano que llevaba, y veía muchas
dificultades en este paso del Caraguatá, por su demasiada anchura.
El que construía el barco era un don José, gallego de
nación pero de muy buenas luces, adicto a nuestra causa, o al menos lo
parecía; ello es que trabajó mucho para alistar el bote y ponerle una
corredera, en que se colocó un cañón de a dos, giratorio, con su respectiva
cureña, que también se formó; me acompañó a la Candelaria y anduvo en toda la
expedición conmigo hasta que ya no fue necesario.
Volvió el mayor general y me dio las noticias que yo
deseaba y entonces habiendo logrado, saber de algunas canoas que se habían
podido salvar, las hice venir a Caraguatá y formé una escuadrilla cuya
capitana era el bote, y la hice subir hacia Candelaria, al mando del
expresado mayor general, con gente armada de toda confianza, pues debía pasar
por frente de Itapúa, donde tenían los paraguayos toda o la mayor parte de la
fuerza que debía impedirnos el paso hacía aquella parte, y en el depósito de
las canoas.
Casi a un mismo tiempo llegamos a Candelaria unos y otros,
el 15 de diciembre, después de haber sufrido inmensos trabajos, por las aguas
y escaseces, y particularmente los que subieron por agua, por tener que
trabajar contra la corriente y no hallar ni arbitrio para hacer su comida,
por la continuada lluvia.
Allí empezamos una nueva faena para formar las balsas y
botes de cuero, a la vista del enemigo, y apresurándolo lo más posible para
no dar lugar a que subieran las fuerzas marítimas, que tenían los paraguayos
en el paso del Rey.
Entre las balsas que se dispusieron, se hizo una para
colocar un cañón de a cuatro, con qué batir los enemigos que estaban en el
Campichuelo, que es un descampado que está casi frente a este pueblo en la
costa Norte del Paraná; las demás eran capaces de llevar sesenta hombres cada
una, y teníamos alguna que otra canoa suelta, y un bote de cuero.
Como no viniese la contestación del gobernador y hubiese
hecho hostilidades una partida paraguaya, que atravesó el Paraguay y fue a la
estancia de Santa María, ya referida, le avisé el 18 al comandante de aquella
fuerza, que había cesado el armisticio, por su falta, y que lo iba a atacar.
El Paraná en Candelaria, tiene novecientas varas de ancho,
pero tiene un caudal grande de aguas y es casi preciso andar muy cerca de
legua por ambas costas, para ir a desembocar en el expresado Campichuelo.
Frente al puerto donde teníamos las balsas había una guardia avanzada, que
así la veíamos como ellos a nosotros.
Ni nuestras fuerzas ni nuestras disposiciones eran de
conquistar, sino de auxiliar la revolución, y al mismo tiempo tratar de
inducir a que la siguieran aquéllos que vivían en cadenas, y que ni aun idea
tenían de libertad; con este motivo, me ocurrió en la tarde del 17, ya
estando el sol para ponerse, que cesase todo ruido, y se dijese en alta voz a
la guardia paraguaya que se separase de allí, que iba a probar un cañón.
Con el silencio y por medio del agua, corrió la voz las
novecientas o más varas, así como la suya de contestación, diciéndonos: Ya
vamos. En efecto se separaron y mandé tirar a bala con una pieza de a dos,
por elevación, a ver si así creían que nuestro objeto no era el de hacerles
mal, pero tanto habían cerrado la comunicación que no había cómo saber de
ellos, ni cómo introducirles algunos papeles y noticias.
Formé el ejército en la tarde del 18 y después de haberle
hablado y exhortándole al desempeño de sus deberes lo conduje en columna
hasta el puerto, de modo que lo viese el enemigo. Allí hice embarcar algunas
compañías en balsas, para probar la gente que admitían y no exponernos a un
contraste. Señalé a cada una la que le correspondía y luego que anocheció, de
modo que ya no se pudiese ver de la costa opuesta, mandé la tropa a sus
cuarteles, dejando en la idea de los paraguayos que ya estaríamos en marcha,
con ánimo de ejecutarla a las dos de la mañana, con la luna, para estar al
romper el día sobre ellos.
Como a las diez de la noche, se me presentó el baqueano
Antonio Martínez, que me servía a la mano, proponiéndome ir con unos diez
hombres a sorprender a la guardia. Adopté el pensamiento e hice que se le
diesen diez hombres voluntarios de los granaderos; al instante se presentaron
diez bravos, entre los cuales los sargentos Rosario y Evaristo, ambos dignos
de las mayores consideraciones.
A la hora estuvieron todos embarcados en dos canoas
paraguayas, y fueron a su empresa, que desempeñaron con el mayor acierto,
logrando sorprender a la guardia e imponer terror al enemigo, que ya se creyó
estaba la gente en su costa, por la disposición de la tarde anterior.
Debo advertir aquí, que sin embargo de que en mi parte
hacía los mayores elogios de Antonio Martínez, después de muy detenido
examen, supe que su comportamiento no había sido el mejor y que la sorpresa y
consecuencias se debieron a los predichos sargentos. De estas equivocaciones
padece muchas un general, como más de una vez tendré que confesar otras, en
esta misma narración; parece que todos se empeñan en ocultarle la verdad, y
así, a las veces, se ve el mérito abatido, contra la misma voluntad del jefe,
a quien luego se gradúa de injusto, procediendo con la mejor intención.
Luego que me trajeron algunos prisioneros, y que ya se
acercaban las dos de la mañana, hice poner la sobre las armas, mandé que
bajase al puerto, y empezó el embarco, de modo que cuando atravesaban el
Paraná, puestos los soldados en pie, en uno y otro costado de las balsas,
formados en batalla, los oficiales en el centro, empezaba a rayar el día que
en confuso se podían ver desde el Campichuelo.
Después de atravesar el río que era lo más penoso, así por
la subida que había que hacer como por el caudal de corriente y que era
preciso vencer para entrar al remanso de la otra costa, bajaban y
desembarcaban dentro de un bosque espeso, que habían abandonado los
paraguayos con la sorpresa y creían lleno de gente, por la óptica de la tarde
anterior, y por los tiros contra la guardia avanzada, de la que los que
huyeron fueron a decirles que había ya mucha gente en tierra.
Al salir el sol, mandé al mayor general en el bote y fue
con su ayudante y otros oficiales, a que reuniese la gente y presentase la
acción; al mismo tiempo salió mi ayudante don Manuel Artigas, capitán del
regimiento de América con cinco soldados, en el bote de cuero, y el
subteniente de patricios don Gerónimo Elguera, con dos soldados de su
compañía, en una canoíta paraguaya, por no haber cabido en las balsas. El
bote de cuero emprendió la marcha y la corriente lo arrastró hasta el remanso
de nuestro puerto; insistió el bravo Artigas y fue a desembarcar en el mismo
lugar que Elguera, es decir, casi a la salida del bosque por el Campichuelo.
No estaba aún la gente reunida, y sólo había unos pocos
con el mayor general y sus ayudantes; entonces el valiente Artigas se
empeñaba en ir a atacar a los paraguayos; tuvo sus palabras con el mayor
general, y al fin, llevado de su denuedo, seguido de don Manuel Espínola, el
menor, de quien hablaré en su lugar, de Elguera, y de los siete hombres que
habían ido en el bote de cuero y canoíta paraguaya, avanzó hasta sobre los
cañones de los paraguayos, que después de habernos hecho siete tiros, sin
causarnos el más leve daño, corrieron vergonzosamente, y abandonaron la
artillería y una bandera con algunas municiones.
La tropa salió, se apoderó del campo, y sucesivamente
mandé la artillería y cosas más precisas, para perseguir al enemigo y
afianzar el paso del resto del ejército, y demás objetos y víveres, que era
preciso llevar para mantenerse en unos países enteramente desproveídos, que
sólo cultivaban para su triste consumo. Debo advertir que nuestros víveres se
reducían a ganado en pie, y que toda nuestra comida era asado sin sal, ni pan
ni otro comestible.
No habíamos pisado más pueblo desde La Bajada, que Curuzú
Cuatiá, que tiene veinte o treinta ranchos, Yaguareté-Corá que tiene doce, y
Candelaria, que tiene el colegio bien arruinado, los edificios de la plaza
cayéndose, y algunos escombros que manifestaban lo que había sido.
También fui engañado en el parte, con referencia al mayor
general y sus ayudantes, como el resto de oficiales, que nada hicieron, los
unos porque se quedaron dentro del bosque, y los otros porque se extraviaron,
pues no tenían baqueanos que darles, ni había quien me diese conocimiento del
terreno, y sólo me dirigía por lo que veía con mi anteojo.
Por lo que hace a la acción, toda la gloria responde a los
oficiales ya nombrados, y siento no tener los nombres de los siete soldados
para apuntarlos, pero en medio de esto son dignos de elogio por sólo el
atrevido paso del Paraná en el modo que lo hicieron así oficiales como
soldados y espero que algún día llegará el que se cante esta acción heroica
de un modo digno de eternizarla, y que se miró como cosa de poco más o menos,
porque mis enemigos empezaban a pulular y miraban con odio a los beneméritos
que me acompañaban y los débiles gobernantes que los necesitaban para sus
intrigas trataban de adularlos.
Cerca de mediodía, tuve aviso de que habían abandonado el
pueblo de Itapúa e inmediatamente di la orden al mayor general para que
marchase hasta allí sin la menor demora, con la tropa y piezas de a dos. Se
verificó haciendo todas las cuatro leguas de camino a pie con un millón de
trabajos atravesando pantanos y sufriendo tormentas de agua.
Di mis disposiciones para el paso de caballadas, boyadas,
ganado y carretas, dejando una compañía de caballería de la patria en
Candelaria, para esta atención y custodia de las municiones; asimismo dispuse
la conducción de la artillería de a cuatro y al día siguiente veinte, marché
por agua a Itapúa, donde encontramos más de sesenta canoas, un cajoncito,
algunas armas y municiones.
Todo mi anhelo era perseguir a los paraguayos,
aprovechándome de aquel primer terror, pero no había cómo vencer la
dificultad de la falta de caballos, así es que fue preciso estar allí seis
días, mientras se hacían balsas para que la tropa fuese por agua a Tacuarí,
que hay siete leguas, para donde había salido el mayor general con una
división de caballería para apoderarse del paso.
En efecto, todos marchamos el 25 y en aquella tarde nos
juntamos. Al día siguiente mandé al mayor general que saliese con su división
para que se hiciera de caballos y me mandase los que pudieran juntarse; entre
tanto, esperábamos las carretas y yo dispuse el modo de llevar el bote en
ruedas, por cuanto las aguas eran copiosas; había muchos arroyos que yo
conceptuaba a nado.
Le ordené que se persiguiese a los paraguayos cuanto fuese
posible y así se efectuó hasta el Tebicuary donde corrió a más de
cuatrocientos hombres con sólo cincuenta don Ramón Espínola y mi ayudante don
Correa, teniente de granaderos, joven de valor y de las mejores condiciones.
El mayor general hizo alto conforme a mis órdenes en Santa
Rosa. Todo esto sucedió yendo yo en marcha con el resto de la tropa las
cuatro de a cuatro y seis carretas que había separado con las municiones y el
gran bote o lanchón tirado por ocho yuntas de bueyes, disponiendo que las
demás, donde venía el hospital y otros útiles no siguieran.
En la marcha recibí la noticia del arribo del cuartel maestre al paso de
Itapúa con las milicias que traía, de que se le había desertado mucho, por
cuanto los indios no pueden andar sin su mujer y mis órdenes eran muy severas
para perseguir bajo penas a más de ser un estorbo, aun las casadas en el
ejército o tropa cualquiera que marcha y el de las subsistencias y uno y otro
en aquellos países era de la mayor consideración.
Le ordené que pasase cuanto antes el Paraná y que siguiese
hasta encontrarnos; hubo bastante demora en el paso y no se conocía aquella
actividad que yo deseaba. Se padeció alguna pérdida de armas, pero al fin
llegó a Itapúa con dos piezas de a cuatro, cónicas y dos de a dos al mando de
un valiente sargento de artillería, catalán de nación, de quien tendré que
decir algo a su tiempo.
Luego que salí de Tacuarí y entré en una población, empecé
a observar que las casas estaban abandonadas y que apenas se me habían
presentado dos vecinos en aquellos lugares; ya empecé a tener cuidados, pero
llevado del ardor y al mismo tiempo creído del terror de los que habían huido
del Campichuelo, de Itapúa y de Tebicuary, seguí mi marcha a Santa Rosa; allí
me reuní con el mayor general y seguí a pasar el expresado río Tebicuary
límite de las Misiones con la provincia del Paraguay, también con la idea de
encontrar algunos del partido que tanto se los había decantado que existían.
Se pasó el Tebicuary, y nuevas casas abandonadas y nadie
aparecía. Entonces ya no me apresuré a que las carretas siguiesen su marcha,
ni tampoco el coronel Rocamora, porque veía que marchaba por un país del todo
enemigo, y que era preciso conservar un camino militar, por si me sucedía
alguna desgracia asegurar la retirada.
Seguí la marcha y sólo vi en Triquió a la mujer de don
José Espínola que era mi ayudante y otra familia que tenía parentesco con el
mismo; pero ningún hombre; pasé a otro pueblo donde hallé al cura De... que
decían era hombre ilustrado que intentó hasta sacarme las espuelas lo que le
reprendí; mas conocí el estado de degradación en que se hallaban aun los
sujetos que se tenían en concepto de literatos. Nada me dijo del interior; guardó
la mayor reserva, tal vez se complacería al ver nuestro corto número con la
idea de que seríamos batidos.
Todavía no me arredré de la empresa, la gente que llevaba
revestía un espíritu digno de los héroes y al mismo tiempo me decía a mí
mismo: "Puede ser que nos encontremos con los de nuestro partido y que
acaso viéndonos se nos reúnan, no efectuándolo antes por la opresión en que
están." Pasé adelante con un millón de trabajos, lluvias inmensas,
arroyos todos a nado y sin más auxilio que los que llevábamos y algunos
caballos y ganados que se sacaban de los lugares en que los tenían ocultos,
para lo que presta muy buena proporción aquella provincia, por los bosques y
montañas cubiertos de ellos, particularmente hacia la parte del camino que
llevábamos.
Atravesamos al arroyo. La partida exploradora del ejército
al mando de mi ayudante Artigas descubrió una partida de paraguayos que luego
que vieron a aquélla corrieron con la mayor precipitación. Esto me engolosinó
más y marché hasta el arroyo de Ibáñez que encontré a nado. Al instante pasó
el mismo Artigas y otros y vinieron a darme parte de que se veía mucha gente
hacia la parte del Paraguay, que distaría de allí, como una legua de las
nuestras.
Inmediatamente hice echar el bote al agua y pasé a verlo
por mí mismo y como encontrara un montecito a distancia de dos millas
cubierto de bosques, única altura que allí se presentara en un llano
espacioso que media hacia el Paraguay, me fui a él eché el anteojo y vi en
efecto, un gran número de gente que estaba formada en varias líneas a la
espalda de un arroyo que se manifestaba por el bosque de sus orillas.
Ya entonces me persuadí que aquél sería el punto de
reunión y defensa que habían adoptado y me pareció que sería muy perjudicial
retirarme, pues decaería el espíritu de la gente y todo se perdería;
igualmente creía que había allí de nuestro partido y medité sorprenderlos,
haciendo pasar de noche, con el mayor general doscientos hombres y dos piezas
de artillería para ir a atacarlos y obligarlos a huir, quedando yo con el
resto a cubrir la retirada a la parte del arroyo.
No se ejecutó la sorpresa y se vino al montecillo ya
referido adonde pasé con la tropa, resto de artillería y carretas luego que
amaneció y me situé. Esto sucedía el 16 de enero de 1811. Mandé varias veces
aquel día al mayor general con los hombres a caballo y una pieza volante de a
dos para observar los movimientos que hacían; cuando más se formaba el
desorden a caballo y no se movían; el resto estaba quieto. Por la noche fue
Artigas hasta sus trincheras y sin más que haberles tirado un tiro, rompieron
el fuego de fusilería y artillería con rudeza y en tanto número que Artigas
estaba en el campamento y ellos seguían desperdiciando municiones sin objeto.
Otro tanto se hizo el día 17 y noche; siempre observaba el
mismo desorden en sus formaciones y en su fuego no me causaron el más leve
perjuicio. Esto me hizo resolver el atacarlos y di la orden el 18 que nadie
se moviera del campamento ni hiciera la más leve demostración pero no faltó
uno de los soldados que burlando la vigilancia de las guardias se fuese a
merodear una chacra; los paraguayos cargaron sobre él cuyo movimiento vimos
en un número crecidísimo. Entonces mandé que saliese el capitán Balcarce con
100 hombres y una pieza de a dos, contra aquella multitud; al instante que lo
vieron fugaron para el campamento; mandé que se retirara y quedó todo en
silencio.
Para probar si había algunos partidarios nuestros en la
noche del 17 se les echaron varias proclamas y gacetas y aún una de aquéllas
se fijó en un palo que estaba a inmediaciones de su línea; supimos después
que todas las habían tomado, pero que inmediatamente Velazco puso pena de la
vida a los que las tuviesen y no las entregasen. Ello es que ninguno se paso
a nosotros y no teníamos más conocimiento de su posición y fuerzas que el que
nos presentaba nuestra vista.
En la tarde del 18 junté a los capitanes con el mayor
general y les manifesté la necesidad en que estábamos de atacar, sin embargo
del gran número que se presentaban de paraguayos, que después supe llegaban a
12.000, y sólo tener nosotros 460 soldados, así por aprovechar el espíritu
que manifestaba nuestra gente, como por probar fortuna y no exponernos a que
en una retirada como con unas tropas bisoñas como las nuestras, decayesen de ánimo
y aquella multitud nos persiguiese y derrotase; les hice ver que en general
aquellas gentes nunca habían visto la guerra, era de esperar que se
amedrentasen y aun cuando no ganásemos al menos podríamos hacer una retirada
después de haber probado nuestras fuerzas sin que nos molestasen.
Todos convinieron en el pensamiento y en consecuencia
mandé que se formase la tropa, se pasase revista de armas y luego la hablé
imponiéndole que al día siguiente iba a hacer un mes de su glorioso paso del
Paraná, que era preciso disponerse para dar otro día igual a la patria y que
esperaba se portasen como verdaderos hijos de ella, haciendo esfuerzos de
valor; que tuviesen mucha unión, que no se separaran y jurasen conseguir la
victoria y que la obtendrían. Todos quedaron contentísimos y anhelosos de
recibir la orden para marchar al enemigo.
Aquella noche dispuse las divisiones en el modo y la forma
que se había de marchar y le di las órdenes correspondientes al mayor
general…; a la mañana me levanté, y en persona fui y recorrí el campamento,
mandando que se levantase y formase la tropa así de infantería como de
caballería, y que dos piezas de a dos y dos de a cuatro se preparasen a
marchar con sus respectivas dotaciones.
Las hice poner en marcha a las tres de la mañana, quedando
yo en el montecito con dos piezas de a cuatro con sus respectivas dotaciones
sesenta hombres de caballería de la patria, dieciocho de mi escolta y los
peones de las carretas, de los caballos y del ganado, que no tenían más armas
que un palo en la mano para figurar a la distancia. Como a las 4 de la
mañana, la partida exploradora del ejército rompió el fuego sobre los
enemigos que contestaron con el mayor tesón; siguió la primera división de
artillería y antes de salir el sol ya había corrido el general Velazco nueve
leguas y su mayor general Cuesta había fugado y toda su infantería abandonado
el puesto y refugiándose a los montes y nuestra gente se había apoderado de
la batería principal y estaba cantando la marcha de la patria.
Había situado Velazco su cuartel general en la capilla de
Paraguary y en el arroyo que corre a alguna distancia de ella se había
fortificado, guarneciéndose los paraguayos de los bosques, de cuyas cejas no
salían. Tenía dieciséis piezas de artillería más de ochocientos fusiles, el
resto de la gente con lanzas, espadas y otras armas, su caballería era de
considerable número y formaba en las alas derechas e izquierdas haciendo un
martillo la de ésta por la ceja del monte que cubría casi la mitad del camino
que había hecho nuestra tropa.
Al fugar la infantería enemiga mandó el mayor general
Machain que siguiera la infantería y caballería en su alcance; fueron y se
apoderaron de todos los carros de municiones de boca y guerra, pasaron a la
capilla de Paraguary y se entretuvieron en el saco de cuanto allí había,
descuidando su principal atención, todo en desorden y como victoriosos,
entregados al placer y aprovechándose de cuanto veían.
Entre tanto Machain supo que se habían disminuido las
municiones de artillería y de parte de los soldados de la primera división,
porque la segunda apenas había hecho un tiro, y las cartucheras llenas.
Mándame el parte e inmediatamente remito municiones y otra pieza de a cuatro
custodiados de los sesenta hombres referidos con que me había quedado y los
dieciocho de mi escolta dejando solamente una pieza de a cuatro conmigo y los
peones que antes he dicho.
Seguía la carretilla con las municiones y formada la tropa
que la escoltaba en ala en medio del campamento nuestro y el que había sido
enemigo; la vista de aquellos hombres despierta en un cobarde la idea de que
no eran nuestros y dice: ¡Que nos cortan! Esto sólo bastó para que sin mayor
examen el mayor general tocase a retirada, no se acordase de la gente que
había mandado avanzar y se pusiese en marcha hacia nuestro campamento
abandonando cuanto se había ganado.
Entonces los paraguayos, que habían quedado por los
costados derecho e izquierdo con una pieza de artillería, vinieron a ocupar
su posición, cortaron a los que se hallaban de la parte de la capilla y
hacían fuego de artillería a su salvo sobre los que se retiraban. En esta
retirada se portó nuestra gente con todo valor y haciéndola en todo orden; me
fui a ellos, y les dije que era preciso volver a libertar a los hermanos que
se habían quedado cortados, y le ordené a Machain que volviese a atacar, pues
aquellos se conocían que hacían resistencia en algún punto, como en efecto
así fue.
Dejándolos en marcha, retrocedí a mi puesto, donde estaba
la riqueza del ejército, a saber: las municiones, y al que ya habían querido
ir los paraguayos, a quienes se les oyó decir: "Vamos al campamento de
los porteños"; con cuyo motivo se destacó don José Espínola con el
sargento de mi escolta y otros cuatro más, y haciéndoles fuego de caballo a
los obligaron a no hacer el movimiento; esto mismo me hacía creer que a pocos
esfuerzos recuperaríamos nuestra gente, pero sea que hubo cobardía de nuestra
parte o sea que el mayor general no se animó, ello es que no cumplió mi
orden, y regresó nuestra tropa al campamento sin haber hecho nada de
provecho, y no había un solo oficial con espíritu, según después diré, porque
aquí me toca hacer mención del valiente don Ramón Espínola.
Este oficial llevado de su deseo de tomar a Velazco, pasó
hasta la capilla e hizo las mayores diligencias, y hallándose cortado
emprendió retirarse por entre los paraguayos, para venirse a nosotros, lo
atacaron entre varios, se defendió con el mayor denuedo, pero al fin fue
víctima y su cabeza fue presentada a Velazco, luego que volvió y enseñada a
otros prisioneros, llevándose en triunfo entre aquellos bárbaros que no conocían
y mataban al que peleaba por ellos.
La patria perdió un excelente hijo, su valor era a prueba
y sus disposiciones naturales prometían ser un buen militar.
Retirada la tropa al campamento, mandé que comiesen y descansasen. Confieso
en verdad, que estaba resuelto a un nuevo ataque, porque miraba con el mayor
desprecio aquellos grupos de gente que no se habían atrevido a salir de sus
puestos, ni aun habiendo conseguido que los abandonase nuestra gente. En
esto, el comandante de la artillería, un tal Elorga a quien había dejado a mi
vista por esto mismo, y no quise mandar a la acción, empezó a decir a los
oficiales que una columna de paraguayos había tomado por nuestro costado
izquierdo, y que sin duda nos venía a cortar.
Me vinieron con el parte y lo llamé; en su semblante vi el
terror y no menos observé que lo había infundido en todos los oficiales,
empezando por el mayor general; entonces junté a éste y a aquéllos para que
me dijesen su parecer; todos me dijeron que la gente estaba muy acobardada y
que era preciso retirarnos. Sólo el capitán de arribeños, un tal Campo, me
significó que su gente haría lo que le mandase; conocido ya el estado de los
oficiales más que de la tropa por un dicho que luego salió falso y que había
sido efecto del miedo del tal Elorga, determiné retirarme y dispuse que todo
se alistase.
Formada ya la tropa, le hablé con toda la energía
correspondiente y les impuse pena de la vida al que se separase de la columna
veinte pasos.
A las tres y media de la tarde salí con las carretas, el bote
y las piezas de artillería, ganados y caballadas, que se habían tomado del
campo enemigo y diez únicos prisioneros que se trajeron al campamento; el
movimiento lo hice a la vista del enemigo y nadie se atrevió a seguirme; a
las oraciones, paramos a dos leguas de distancia del lugar de la acción y
tomadas todas las precauciones mandé que la gente descansase.
Se ejecutó así y después de haber salido la luna nos pusimos en marcha...;
hice alto día y medio…; aquí empecé a tener sinsabores de tamaño, con las
noticias que se me comunicaban, de las conversaciones de oficiales que me fue
imposible averiguar el autor de ellas, para hacer un castigo ejemplar; cada
vez observaba la tropa más acobardada y fue preciso seguir la marcha.
Las lluvias eran continuas; no había arroyo que no
encontrásemos a nado; mucho me sirvió el bote que llevaba en ruedas, a no ser
esto me habría sido imposible caminar sin abandonar la mayor parte de la
carga; pero todas las dificultades se vencieron y llegamos al río Tebicuary
donde me esperaba el resto de las carretas y como cuatrocientos hombres entre
las milicias de Yapeyú y algunas compañías del regimiento de caballería de la
patria.
Se dio principio a pasar el indicado río en unas cuantas
canoas que se pudieron juntar y el bote, y nos duró esta maniobra tres días
al fin de los cuales empezaron los paraguayos a presentarse, pero no se
atrevían a venir a las manos con nuestras partidas y ello es que no nos
impidieron pasar cuanto teníamos ni los ganados y caballos que les traíamos y
se contentaron cuando ya habíamos todos atravesado el río, con venir a la
playa y disparar tiros al aire y sin objeto.
Todavía estuvimos dos días más, descansando en la banda
Sur del denominado Tebicuary, en el paso de Doña Lorenza, sin que nadie se
atreviese a incomodarnos y luego seguimos hasta el pueblo de Santa Rosa,
donde se refaccionaron algunas municiones y algunas ruedas del tren y
refrescó la gente en tres días que estuvimos allí.
En este punto recibí un correo de Buenos Aires en que me
apuraba el gobierno para que concluyese con la expedición por la llegada de
Elío a Montevideo con varias reflexiones y el título de brigadier que me
había concedido; esto me puso en la mayor consternación, así porque nunca
pensé trabajar por interés ni distinciones, como porque preví la multitud de
enemigos que debía acarrearme así es que contesté a mis amigos que lo sentía
más que si me hubiesen dado una puñalada.
Pensaba yo conservar el territorio de Misiones mientras
volvía la resolución del gobierno sobre el parte que le había comunicado de
la acción de Paraguay, pero las consideraciones que me presentó el oficio ya
referido del gobierno acerca de Elío.
Me obligaron a seguir mi retirada con designio de tomar un
punto ventajoso para no perder el paso del Paraná por si acaso el gobierno me
mandaba auxilios para seguir la empresa.
Las aguas siguieron con tesón y encontramos el Aguapey a
nado y ya desde Santa Rosa salí con cuarenta carretas, las seis piezas de
artillería un carro de municiones, tres mil cabezas de ganado que hablamos
tomado, caballos más de mil quinientos, y boyada de repuesto y con todo este
tráfago logré pasar el expresado río en término de ocho horas, sin la menor
desgracia.
Los enemigos habían empezado a aparecer al frente y por mi
flanco izquierdo a tal término que me fue preciso mandar una fuerza de cien
hombres con dos piezas de artillería a situarse a su frente y aun un correo
fue escoltado hasta el Tacuarí, donde había una avanzada de las fuerzas que
tenía el cuartel maestre general en Itapúa, a donde, después de la acción de
Paraguary le había mandado que se situase, de regreso del mencionado Tacuarí
hasta cuyo punto había llegado únicamente.
Continuamos la marcha hasta el ya referido Tacuarí, y
resolví hacer alto a la orilla de éste, acampándome en el paso principal para
esperar allí los auxilios que esperaba me enviaría el gobierno y para
conservar el paso del Paraná y mis comunicaciones con Buenos Aires; destiné
una fuerza de cien hombres al mando del capitán Perdriel, para que fuera a
apoderarse del pueblo de Candelaria, pues ya andaban cuatro buques armados en
el Paraná, que podían interceptarme la correspondencia así como ya me habían
privado de los ganados que me venían de Corrientes.
Pasó Perdriel el Paraná.
FRAGMENTO DE MEMORIA SOBRE LA
BATALLA
DE TUCUMAN (1812)
Había pensado dejar para tiempos más tranquilos, escribir una memoria sobre
la acción gloriosa del 24 de septiembre del año anterior; lo mismo que de las
demás que he tenido, en mi expedición al Paraguay, con el objeto de instruir
a los militares del modo más acertado, dándoles lecciones por medio de una
manifestación de mis errores, de mis debilidades y de mis aciertos para que
se aprovechasen en las circunstancias y lograsen evitar los primeros, y
aprovecharse de los últimos.
Pero es tal el fuego que un díscolo, intrigante, y diré
también, cobarde atentado, introdujo en el ejército, sin efecto en este
pueblo y en la capital; y su osadía para haberme presentado un papel que por
sí mismo lo acusa, cuando trata de elogiarse y vestirse de plumas ajenas, que
no me es dable desentenderme y me veo precisado en medio de mis graves
ocupaciones a privarme de la tranquilidad y reposo tan necesario, para
manifestar a clara luz la acción del predicho 24 y la parte que todos
tuvieron en ella.
Confieso que me había propuesto no hablar de las
debilidades de ninguno, que yo mismo había palpado desde que intenté la
retirada de la fuerza que tenía en Humahuaca a las órdenes de don Juan Ramón
Balcarce, autor del papel que acabo de referir, pero habiéndome incitado a
ejecutarlo, presentaré su conducta a la faz del universo con todos los
caracteres de la verdad, protestando no faltar a ella, aunque sea contra mí,
pues éste es mi modo de pensar y de que tengo dadas tantas pruebas, muy
positivas, en los cargos que he ejercido desde mis más tiernos años y de los
que he desempeñado desde nuestra gloriosa revolución no por elección, porque
nunca la he tenido, ni nada he solicitado, sino porque me han llamado y me
han mandado: errados a la verdad en su concepto.
Todos mis paisanos y muchos habitantes de la España saben
que mi carrera fue la de los estudios, y que concluidos éstos debí a Carlos
IV que me nombrase secretario del Consulado de Buenos Aires en su creación;
por consiguiente mi aplicación poca o mucha, nunca se dirigió a lo militar, y
si en el 1796 el virrey Melo, me confirió el despacho de capitán de milicias
urbanas de la misma capital, más bien lo recibí como para tener un vestido
más que ponerme, que para tomar conocimientos en semejante carrera.
Así es, que habiendo sido preciso hacer uso de las armas y
figurar como capitán el año 1806, que invadieron los ingleses, no sólo
ignoraba cómo se formaba una compañía en batalla, o en columna, pero ni sabía
mandar echar armas al hombro, y tuve que ir a retaguardia de una de ellas, dependiente
de la voz de un oficial subalterno, o tal vez de un cabo de escuadrón de
aquella clase.
Cuando Buenos Aires se libertó, en el mismo año de 1806,
de los expresados enemigos y regresé de la Banda Oriental a donde fui,
después que se creó el cuerpo de patricios, mis paisanos haciéndome un favor,
que no merecía, me eligieron sargento mayor, y a fin de desempeñar aquella
confianza, me puse a aprender el manejo de armas y tomar sucesivamente
lecciones de milicia. He aquí el origen de mi carrera militar, que continué
hasta la repulsa del ejército de Whitelocke, en el año 1807, en la que hice
el papel de ayudante de campo del cuartel maestre, y me retiré del servicio
de mi empleo, sin pensar en que había de llegar el caso de figurar en la
milicia: por consiguiente, para nada ocupaba mi imaginación lo que pertenecía
a esta carrera, si no era ponerme alguna vez el uniforme para hermanarme con
mis paisanos.
Se deja ver que mis conocimientos marciales eran ningunos,
y que no podía yo entrar al rol de nuestros oficiales que desde sus tiernos
años, se habían dedicado, aun cuando no fuese más que a aquella rutina que
los constituía tales: pues que ciertamente, tampoco les enseñaban otra cosa,
ni la Corte de España quería que supiesen más.
En este estado sucedió la revolución de 1810; mis paisanos
me eligen para uno de los vocales de la Junta provisoria, y esta misma me
envía al Paraguay de su representante, y general en jefe de una fuerza a que
dio el nombre de ejército porque había sin duda en ella de toda arma, y no es
el caso hablar ahora de ella, ni de sus operaciones de entonces.
Pero ellas me atrajeron la envidia de mis cohermanos de
armas y en particular el grado de brigadier, que me confirió la misma junta,
haciendo más brecha en el tal don Juan Ramón Balcarce, que además, había sido
el autor para que no fuese en mi auxilio el cuerpo de húsares de que era
teniente coronel, intrigando y esforzándose con sus oficiales en una junta de
guerra, hasta conseguir que cediesen a su opinión, exceptuándose solamente
uno, que en su honor debo nombrar: don Blas José Pico.
Era, pues, preciso que sostuviese un hecho tan ajeno de un
militar amante de su patria, y que ahora he comprendido, era efecto de su
cobardía y de una revolución intentada efectuada por otros fines, y cuyos
autores jamás pensaron en vejarme, ni abatir, mis tales cuales servicios,
honrados, y patrióticos, le dio lugar a que valiéndose de él, pidiese la recíproca,
e hiciese que los oficiales de aquel cuerpo que por sí mismo se había
degradado, no concurriesen al socorro de sus hermanos de armas abandonados,
se empeñaron y agitaron los ánimos, para que se me quitase el grado y el
mando de aquel ejército, que ya aterraba a los de Montevideo.
Bien se ve que hablo de la revolución de 5 y 6 de abril de
1811, y no tengo para calificar ante mi Nación y ante todas las que han sido
instruidas de ellas cual será don Juan Ramón Balcarce, cuando lo presente
como un individuo que cooperó a ella, y que acaso en todo lo concerniente a
mi, puedo asegurar, fue el primero y principal promovedor.
Conocía esto yo y lo sabía muy bien, cuando el gobierno me
envió a tomar el mando de este ejército y le hallé que estaba en Salta con una
fuerza de caballería: consulté con el general Pueyrredón sobre su permanencia
en el ejército, no por mi (hablo verdad) sino por la causa que defendemos, y
me contestó que no había que desconfiar.
Con este dato, creyendo yo al general Pueyrredón un verdadero
amante de su patria, apagué mis desconfianzas, y habiéndome escrito con
expresiones excedentes a mi mérito, le contesté en los términos de mayor
urbanidad y traté desde aquel momento de darle pruebas de que en mí no
residía espíritu de venganza, sin embargo de haber observado por mí mismo,
que su conciencia le remordía en sus procedimientos contra mí, y de los que
con tanto descaró había ejecutado su hermano don Marcos, de que en el
gobierno hay pruebas evidentes.
Así es que llegado al Camposanto donde se me reunió
inmediatamente, lo hice reconocer de mayor general interino del ejército por
hallarse indispuesto el señor Díaz Vélez y sucesivamente fié a su cuidado
comisiones de importancia, dejándolo con el mando de lo que se llamaba
ejército, mientras mi viaje a Purmamarca. A mi regreso, lo ocupé también,
cuando la huida del obispo de Salta, o su ocultación, y no había cosa en que
no le manifestase el aprecio que hacía de él.
Llega el caso de poner en movimiento el ejército, no
porque estuviese en estado, porque con dificultad podía presentarse una
fuerza más deshecha por sí misma, ya por su disciplina y subordinación, ya
por su armamento, ya también por los estragos del chucho (terciana, o fiebre
intermitente), sino porque convenía ver si con mi venida y los auxilios que
me seguían podía distraer al enemigo de sus miras sobre Cochabamba.
Inmediatamente eché mano de él y lo mandé a
Humahuaca con
la tal cual fuerza disponible que había, quedándome yo con el resto con que
fui a Jujuy a situarme, para poder trabajar en lo mucho que debía hacerse de
reponer un cuerpo enteramente inerme y casi en nulidad que era el ejército en
donde no se conocía la filiación de un soldado y había jefe que en sus
conversaciones privadas se oponía a ella, cual lo era el comandante de
húsares don Juan Andrés Pueyrredón, sin duda para que todo siguiera en el
mismo desorden.
Me hallaba en Jujuy y por sus mismos partes (de Balcarce)
y oficios y aun cartas amistosas clamaba porque le dejase salir a perseguir
algunas partidas enemigas, que me decía, recorrían el campo se lo permití y
llegado hasta Congrejillos, y aun antes, me insinuaba que no convenía
separarse tanto del cuartel general le hice retirarse, así porque supe que no
había enemigos hasta Suipacha y aquellas cercanías, como porque veía que mi
intento no se lograba de poner en movimiento al enemigo, que sabía, si cabe
decirlo así, tanto o más que yo lo que era el tal ejército.
Se retiró, según mis órdenes, de Cangrejillos y tiene la
osadía de decirme en el papel que me ha dado mérito a esta memoria, que había
ido hasta Yaví y había ahuyentado a todas las partidas enemigas, cuando no
encontró una, ni en aquella salida hubo más que mandar a don Cornelio Zelaya
y don Juan Escobar a traer al tío del marques de Tojo (o Yaví, pues con los
dos nombres era designado) de su población de Yaví.
Es verdad que en Humahuaca promovió el reclutamiento de
los hijos de la quebrada, que tanto honor han hecho a las armas de la patria,
y se empeñó en su disciplina, para lo que él confieso que es a propósito y si
en mi mano estuviera lo destinaría la enseñanza y particularmente de la
caballería, pero de ningún modo a las acciones de guerra.
Empecé a desconfiar de su aptitud para ellas en los
momentos en que me avisó lo movimientos del enemigo de Suipacha puede
juzgarle de su cavilosidad y cobardía por sus mismos oficios y consultas
repetidas, tanto que me vi precisado a mandar al mayor general Díaz Vélez, a
hacerse cargo del mando, y aun a escribirle una carta reservada del estado de
mi corazón respecto de aquél, pues ya no confiaba en sus operaciones, y me
llenaba de desconfianza de si quería, o no hacer lo que hizo con Pueyrredón
de darle un parte de que los enemigos bajaban, para que se retirase cuando
aquéllos ni lo habían imaginado.
Llegado el mayor general Díaz Vélez a Humahuaca con el
designio de distraer al enemigo por uno de los flancos, no pudiendo
verificarlo por su proximidad, dictó sus órdenes para que se retirasen las
avanzadas, que hizo firmara Balcarce por la mayor prontitud y aun al día siguiente
se privase de esto, para decir de su honrosa retirada, cuando todas las
disposiciones eran debidas al expresado mayor general, y cuando jamás se le
vio a retaguardia de la tropa, pues al contrario en la vanguardia con los
batidores era su marcha.
Esto lo presencié por mí mismo, cuando habiéndome dado
parte, en la Cabeza del Buey, de que el enemigo avanzaba y sólo distaba
cuatro cuadras del cuerpo de retaguardia, mandé que se replegase a mi
posición y me dispuse a recibirlo: vi, pues, entonces, que con los batidores,
y a un buen trote, el primer oficial que se me presento fue el don Juan
Ramón, y sé que sucesivamente hizo otro tanto hasta que vino envuelto entre
el cuerpo dicho de retaguardia, perseguido de los enemigos. Cuando éstos se
me presentaron en el río de las Piedras y logré rechazarlos con 100
cazadores, cien pardos y otros tantos de caballería y entre los cuales no fue
el primero a presentárselas, ni a subir una altura que ocupaban, y en que se
distinguió el capitán don Marcelino Cornejo; habiendo quedado a retaguardia
el mencionado don Juan Ramón.
Como, desde esta acción, ya mi cuerpo de retaguardia,
viniese a corta distancias resuelto a sostenerme para no perderlo todo
consultando con el mayor general, en la Encrucijada los medios y arbitrios
que pudiéramos tomar para el efecto, que apuntó el nominado don Juan Ramón,
para enviarlo con anticipación a ésta (Tucumán), donde tenía concepto por
haber estado en otro tiempo de ayudante de las milicias y me resolví; dándole
las más amplias facultades para promover la reunión de gente y armas y
estimular al vecindario a la defensa.
Desempeñó esta comisión muy bien, dio sus providencias
para la reunión de gente así en la ciudad como en la campaña, bien que más
tuvo efecto la de ésta, en que intervinieron don Bernabé Aráoz, don Diego
Aráoz y el cura doctor don Pedro Miguel Aráoz, pues de la ciudad, la mayor
parte, con vanos pretextos, o sin ellos no tomaron las armas siendo los
primeros que no asistieron los capituladores exceptuándose solamente don Cayetano
Aráoz, y habiéndose ido dos o tres días antes de la acción, el gobernador
intendente de Domingo García, y no pereciendo en ella el teniente gobernador
don Francisco Ugarte.
El día que me acercaba a esta ciudad, se anticipó el
ayudante de don Juan Ramón, don José María Palomeque, a anunciarme la reunión
de gente, noticia que recibí con el mayor gusto, y que ensanchó mi ánimo.
Volé a verla por mí mismo y hablé con aquél en la quinta de Ávila, donde nos
encontramos, y haciendo toda confianza de él, y tratando de nuestra
situación, le hice ver las instrucciones que me gobernaban, las más
reservadas, manifestándole mi opinión acerca de esperar al enemigo: convino,
lo mismo que había hecho en la Encrucijada, exponiéndome que no había otro
medio de salvarnos, en cuya consecuencia, escribí al gobierno el 12 de
septiembre; y aún le enseñé allí mismo el borrador, haciendo toda confianza
de él.
Sucesivamente se reunieron hasta 600 hombres a sus
órdenes, en que había húsares, decididos y paisanos, y les dio sus lecciones
constantemente, contrayéndose en verdad a su instrucción y a entusiasmarles
en los días que mediaron, con un celo digno de aprecio, pero ya empecé a
entrever su insubordinación respecto del mayor general Díaz Vélez, y una
cierta especie de partido que se formaba, habiendo llegado a término de
escándalo la primera, aun a las inmediaciones de la tropa y paisanaje, que me
fue necesario prudencia por las circunstancias y en particular por no
descontentar a los últimos, que, como he dicho, tenían un gran concepto
formado de él. Es preciso no echar mano jamás de paisanos para la guerra, a
menos de no verse en un caso tan apurado como en el que me he visto.
Dispuse pues dividir aquel cuerpo, dándole a mandar el ala
derecha, que la componía una mitad (de dicho cuerpo) y a don José Bernáldez
el ala izquierda, que era la otra mitad con orden expresa de que se
dividieran del mismo modo las armas de fuego, orden que no se cumplió y de
que fui exactamente cerciorado, cuando al marchar para el frente del enemigo,
me hace presente Bernáldez, la falta de armas de fuego, por no haberse
ejecutado mi expresada orden.
El momento de la acción del 24 llega: la formación de la
infantería era en tres columnas, con cuatro piezas para los claros y la
caballería marchaba en batalla, por no estar impuesta, ni disciplinada para
los despliegues, ni podía ser en tanto corto tiempo como el que había mediado
del 12 al 24.
Hallándome con el ejército, a menos de tiro de cañón del
enemigo, mandé desplegar por la izquierda las tres columnas de infantería,
unica evolución que habían podido aprender en los tres días anteriores, en
que habíamos hecho algunas evoluciones de lineal y que se podía esperar que
se ejecutase la tropa con facilidad y sin equivocación, quedando los
intervalos correspondientes para la artillería. Se hizo esta maniobra con
mejor éxito que en un día de ejercicio.
El campo de batalla no había sido reconocido por mí,
porque no se me había pasado por la imaginación, que el enemigo intentase
venir por aquel camino a tomar la retaguardia del pueblo, con el designio de
cortarme toda retirada, por consiguiente me hallé en posición desventajosa,
con partes del ejército en un bajío, y mandé avanzar siempre en línea que
ocupaba una altura y sufría sus fuegos de fusilarla sin responder con
artillería, hasta que observando mas que ésta había abierto claros y que los
enemigos ya se buscaban unos a otros para guarecerse mandé que avanzase la
caballería, y ordené que se tocase paso de ataque a la infantería.
Confieso que fue una gloria para mí, ver que resultado de
mis lecciones a los infantes para acostumbrarlos a calar bayoneta al oír
aquel toque, correspondió a mis deseos; no así en la caballería del ala
derecha que mandaba don Juan Ramón Balcarce, pues lejos de avanzar a su
frente, se me iba en desfilada por el costado derecho en esta situación,
observé que el enemigo, desfilaba en martillo a tomar flanco izquierdo de mi
línea y fiando al cuidado de los jefes de aquel costado, aquella atención, me
contraje a que la caballería del ala derecha ejecutase mis órdenes.
Hallándome en aquellos apuros, no sé quién vino a decirme
de la parte de Balcarce, que luego que la infantería hubiese destrozado al
enemigo, avanzaría la caballería: entonces se redoblaron mis órdenes de
avanzar y empezándolas a cumplir, marchando el ejército, le mandé decir con
mi edecán Pico, que no era aquél modo de avanzar, que lo ejecutase a galope.
Sin embargo tomó dirección, no a su frente sino sobre la derecha, y viéndome
así burlado en mi idea, volví a retaguardia y presentándoseme en el cuerpo de
reserva el capitán don Antonio Rodríguez, al frente de la caballería que
había allí, le mandé avanzar por el punto donde me hallaba, y lo ejecutó con
un denuedo propio. Observaba este movimiento, y vuelvo sobre mi costado izquierdo,
para saber el éxito de aquella tropa del enemigo, que había visto desfilar y
me encuentro con el coronel Moldes que se venía hacia mí y me pregunta:
"¿Dónde va usted a buscar mi gente?" (Su gente debía decir, porque
el coronel Moldes no mandaba ninguna). Entonces me manifiesta que estaba
cortado: "pues vamos a buscar a la caballería" -le dije- y tomó mi
frente que los enemigos habían abandonado.
|
||||||||||||||||
Artículos relacionados:
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario