miércoles, 4 de marzo de 2015

OCHO CORAZONES A CUATRO MANOS. De Lev Trotski a Frida Kahlo


Lev Trotski vivió en la Casa Azul, junto a Diego Rivera y Frida Kahlo, una vez que Lázaro Cárdenas le concedió el asilo político en México. Se cree que por aquel entonces floreció un romance secreto entre Frida y Trotski, aunque todo indica que ella lo veía más como una figura paterna. En 1939, debido a una desavenencia política con Rivera, Trotski y su familia se mudaron a la ahora llamada Casa Museo León Trotsky.[1]

Del camarada Lev Trotski a los camaradas de la Liga Comunista Internacionalista:
Disculpa el inicio, pero el servicio en este lugar es insufrible. Natasha merodea por todas partes y algo me dice que Van Heijenoort intenta leer a contraluz los sobres que le entrego. Si no supiera que son los celos, pensaría que son agentes de la NKVD. Aunque tendría que ser muy idiota para tener uno de esos en mi propia casa.
Priviét
Oh, nena, mi piroshki de miel con pasas, mi vasito de kvas en el desierto, ¿qué te puedo decir? Ni en la fría estepa de Siberia, ali­mentándome sólo de papas congeladas con pimienta mohosa, ni frente a las tropas checas en Kazán, he sentido tanto miedo, angustia y resentimiento como en este apartarme de ti. Tú bien sabes que la situación ya era insostenible. Si el sapo gordo y feo de tu marido (no es redundancia, nena, es que Dieguito es super­lativo en todo lo que hace, incluyendo sus mentiras) insiste en el socialismo de un solo país en lugar de la revolución permanente, es sólo por molestarme, ¡por joder! Nada más. Es incapaz de com­prometerse. Pero yo reiré al último, con risa dolorosa, cuando las hordas de Mussolini toquen a las puertas del Kremlin.
El gordo se enteró de lo nuestro. Aunque se la pase fingiendo que no le importa lo que hagas de tu vida, le molesta bastante. ¿Qué digo le molesta? Le emperra. No me engaño. Eres joven y sé bien qué pasa entre tú y Van Heijenoort, pero tampoco me pre­ocupa. ¿Qué tan ardientes sentimientos puede albergar el alma de un holandés (o lo que sea), comparados con los míos? Natasha tampoco es estúpida, por eso pidió que te dejara aquel cuadro que me habías dedicado. La verdad es que nunca me gustó mucho. No hablo desde el despecho, lo que pasa es que nunca he entendido nada de arte. Sólo pienso en la pintura cuando sirve a grandes intereses. Los monigotes bofos de tu marido me repugnan, pero, como los iconos en las altas catedrales ortodoxas, sus rayoneos educan al pueblo, sólo que sus murales lo hacen en la necesaria narrativa de la confrontación final entre las clases. En cambio, hay algo de lo más burgués en todos esos vestiditos que te pones y con los que te retratas; tus hombros teutones y tus ojos de reina de Saba no casan con la verdadera belleza de las mujeres indígenas.
Lo siento, amor, mucho. Dejaré de sermonear en este momen­to, también alguna vez fui acusado de mencheviquismo y tú de­bes estar cansada de este viejo chocho, de esta lucha sin tregua en mi cabeza por el destino de la historia, por la transversalidad de mis ideas. ¿Quién podría soportarme? No como, no duermo, fumo demasiado… es imposible encontrar buen té en esta ciu­dad de mierda.
Natasha compró un equipo de alpinismo que ahora mismo se pudre en el cuarto del servicio doméstico, el único lugar en esta casa donde no me estorba. Quiere que pronto vayamos a escalar el volcán del Ajusco; dice que necesito relajarme, respirar aire limpio, dejar esta fortaleza y dejar de mirar obsesivamente esos libros de Hegel y los malditos cilindros de cera en donde grabé discursos que nadie escuchará. Esa mujer es increíble, ni la prisión ni las penurias han hecho mella en su espíritu. Sólo con otras dos personas que tuvieran los cojones que ella tiene podría fundar aquí mismo la Quinta Internacional, aunque probablemente se escindirían a la semana. Por desgracia, ella no puede darme lo que necesito, eso que sólo tú sabes.
Mi alma oscila siempre entre el despecho y la adoración. No te extrañe, corazón; a pesar del internacionalismo, sigo siendo ruso. Aún sueño contigo en posiciones obscenas, indignas para una dama como tú eres; aún sueño con el perfume de tus áspe­ros calzones de manta que te mandaste hacer a Tenancingo, esas enaguas como fortalezas que ocultan la gema más necesaria; el sexo moreno y punzante que se esconde abajo, húmedo, los vellos ensortijados de tu pubis. Es lo más mexicano que tienes, nena, y lo que más anhelo.
Yo estoy acabado. Sé que no volveré a Rusia y probablemente no pase con vida de este año. Pero si lees esta carta, hazme un favor, y haz feliz a un anciano por última vez. Vamos a vernos en el bosque, lleva tus trenzas y no te bañes. Tú bien sabes lo que me gusta. Me gustas sucia, olorosa, con las axilas velludas (la cabeza me da vueltas de sólo pensarlo). Sabes bien que es lo único que, después de la traición y los procesos, de los viajes y la hambruna, ha logrado que el viejo levoshka allá abajo se ponga firme de nuevo. ¡Lo que hacen los años con los hombres! Ni en la más putrefacta barraca de Omsk tuve yo problemas al respecto y mírame ahora, suplicándole a una mexicana que reviva a los muertos.
Tengo que terminar; por la ventana veo llegar a Frank Jack­son, un canadiense loco que es novio de Sylvia, mi secretaria. ¿La recuerdas? Una chica de Queens con los dientes salidos y mio­pe como un topo (además de tener lo que se dice pocas luces). Prometí ayudarle al novio con unos textos que quiere mostrar­me, pero lo he estado esquivando más o menos con éxito. Al no saber qué hacer ante su petición le he suplicado un par de se­manas para recomponerme, en lo que pasa en limpio lo que sea que vaya a mostrarme. La verdad es que pobre Silvita, ya se nos andaba quedando. Ha tenido mucha suerte de encontrar un tipo guapo y desinteresado, es casi demasiado bueno para ser cierto. Les di instrucciones a los guardias para que lo dejen pasar cuan­do él quiera, no deseo ser el responsable de otro caso de histeria femenina, y ambos sabemos que a Sylvia le hace falta una buena bailada. Sólo espero que los mentados textos no sean poemas, no tengo en estos días cabeza para esas cosas. ¿Por qué todos los orates vienen a mi casa? ¿De qué sirve vivir en una fortaleza?
Te veo mañana a las ocho en los Viveros, nadie podrá ver­nos, nadie lo sabrá. Sé que acudirás. Sé que tú tampoco puedes resistirlo.
Da záftra, piroshki mío.
Tuyo:
Lyova
[1]Festejamos el “Día del amor y la amistad” con un ejercicio de escritura lúdico. Cuatro escritores imaginan una correspondencia donde las relaciones humanas reinvirtieran el punto de quiebre, una vuelta al pasado para decir lo no dicho. Así, Herson Barona se transforma en la voz de David Foster Wallace y redacta una misiva a su amigo Jonathan Franzen. Por su parte, Eva Castañeda se apropia de la escritura de Roberto Bolaño para entablar un diálogo con Octavio Paz. Liliana Pedroza se pone en los zapatos de Elena Garro y habla con Adolfo Bioy Casares, y Raúl Aníbal Sánchez encarna a Lev Trotski, quien propone una cita amorosa a Frida Kahlo, todo a espaldas del pintor Diego Rivera.
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AUTORES
(Chihuahua, 1984). Ha publicado poesía, ensayo y cuento para jóvenes. Es Becario del FONCA 2013-2014 en la categoría de poesía. Es coautor, junto con Daniel Espartaco, de La muerte del pelícano(Ediciones B, 2014).

http://www.tierraadentro.conaculta.gob.mx/

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