domingo, 13 de enero de 2013

Borges contra la judeofobia ,por Gustavo D. Perednik
























La evocación del autor de El Aleph puede acercarnos a los aspectos más diversos de su creación. Desde una pluma vivamente argentina que recupera al gaucho, malevos y arrabales porteños, hasta un abanico universal que abarca la poesía anglosajona, el budismo, Walt Whitman, las Mil y Una Noches, Dante, Cansinos Asséns y el ultraísmo.

Siempre insatisfecho con una sola tradición, Borges, Premio Jerusalén 1971 y Premio Cervantes 1979, fue un autor universal que concibió una peculiar combinación de poemas narrativos, cuentos ensayísticos y ensayos poéticos. El escritor israelí Jaim Hazaz lo ha comparado con un rabí talmúdico en que Borges desvestía la trama literaria por medio de enfatizar no el relato de los hechos sino su significado interno. 


En la vastedad de sus inquietudes, la cultura judaica lo atrajo especialmente a partir de la Biblia, en la que se sumergió en su infancia estimulado por su abuela Fanny Haslam Arnett. Indagó desde la añoranza hebrea por Jerusalén hasta Heine y Kafka; desde el golem hasta Baruj Spinoza, cuya doctrina tradujo al relato La muerte y la brújula, que el autor denominó «un cuento judío». Le interesó especialmente la compleja identidad del judío moderno, un tema que desde su muerte hace dos décadas (14 de junio de 1896) ha sido menos considerado que otros campos de su erudición.

No estamos aludiendo a sus vastas referencias a la cultura israelita, sino a lo que podríamos llamar la judeidad, la circunstancia del hombre judío y las formas de asunción de su pertenencia. Sobre ello nos hemos extendido en otro artículo, en el que hemos planteado lo judaico en Borges como el viaje del filósofo que propone Platón: se forma intelectualmente; sale a la sociedad a retroalimentarse, y regresa a su fuente formativa. Por esas tres etapas transcurrió el Israel borgeano: Buenos Aires-Europa-Buenos Aires. 

Sus dos estaciones europeas son Ginebra y Madrid. En la primera transcurrió su adolescencia, educado en el Colegio Calvino en el que sus dos mejores amigos fueron Simón Jichlinsky y Maurice Abramowicz (huelga aclaración de origen). Precisamente la simpatía de Borges para con los temas judíos quedó por primera vez documentada en una carta a Abramowicz del 11 de octubre de 1920. 

Cuando éste murió en 1984, escribió Borges: «Las generaciones de Israel estaban en ti cuando me dijiste sonriendo: Je suis très fatigué, J'ai quatre mille ans». Esta borgeana vinculación del estado de ánimo personal del hebreo con la experiencia histórica de su estirpe fue incluida en varios de sus relatos. En el arriba mencionado se refiere a un periodista del que «Nunca sabremos si el hotel le agradó. Lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms».

Su familia se había trasladado a Ginebra a comienzos de la Gran Guerra, concluida la cual vivieron un tiempo en Madrid, en donde Borges trabó amistad con Rafael Cansinos Asséns, de quien siempre se consideró discípulo. De Cansinos no aprendió sólo poética y ultraísmo, sino la opción que el intelectual español enfrentó en los años veinte entre una España tradicionalista y judeofóbica, y otra liberal con simpatías por el judaísmo.

Su retorno a Buenos Aires coincidió con el surgimiento del nazismo, que lo llevó a un filosemitismo militante.
Ya en 1923 en el libro Fervor de Buenos Aires dice en su poema llamado Judería

«Ante el portón la chusma se ha vestido de injurias
Como quien se envuelve en un trapo.
Dios se ha perdido y desesperaciones de miradas lo
buscan. Presintiendo horror de matanzas los mundos han suspendido
el aliento.
Alguna vez proclama su fe: Dios el Eterno, Dios de
dioses, es Uno.
Y arrecia la muchedumbre cristiana con un pogrom en los puños.»

En Buenos Aires se reencontró con un íntimo amigo de su padre, el escritor de inclasificable género Macedonio Fernández (1874-1952), a quien rindió homenaje a su muerte: «Los historiadores de la mística judía hablan de un tipo de maestro, el Zaddik, cuya doctrina de la Ley es menos importante que el hecho de que él mismo es la Ley. Algo de Zaddik hubo en Macedonio.» 

Enfrentado al emergente nazismo

A comienzos de la década del treinta, el nazi Enrique Osés dirigía en Argentina el periódico Crisol, el diario El Pueblo publicaba Los Protocolos de los Sabios de Sión, y la llamada Legión Cívica amedrentaba a los judíos, comandada por el teniente general Juan B. Molina, que era nada menos que el secretario del presidente argentino, general José Félix Uriburu. 

En febrero de 1932 Molina se dirigió por escrito a sus legionarios alertando sobre los supuestos peligros que se cernían sobre el país, el judaísmo incluido: «En nuestro país los judíos suman 800.000. Verdadera máquina infernal destinada a establecer con el más grosero materialismo la tiranía del oro en el mundo. Los judíos no se asimilan. Los judíos, en todo momento y en todo lugar son 'judíos'. Entre nosotros manejan grandes empresas y enormes capitales y tienen sojuzgados muchos valores netamente nacionales». 


El semanario de la comunidad hebrea, Mundo Israelita, alarmado por la violencia retórica, solicitó a intelectuales argentinos que se expidieran sobre el peligro. En ese contexto, Borges escribe el 27 de agosto de 1932:

«Ciertos desagradecidos católicos –léase personas afiliadas a la Iglesia de Roma, que es una secta disidente israelita...– quieren introducir en esta plaza una tenebrosa doctrina, de confesado origen alemán... Basta la sola enunciación de ese rosario lóbrego para que el alarmado argentino pueda apreciar la gravedad del complot... Se trata –soltemos de una vez la palabra obscena– del Antisemitismo. Quienes recomiendan su empleo suelen culpar a los judíos, a todos, de la crucifixión de Jesús. Olvidan que su propia fe ha declarado que la cruz operó nuestra redención. Olvidan que inculpar a los judíos equivale a culpar a los vertebrados, o aun a los mamíferos. Olvidan que cuando Jesucristo quiso ser hombre, prefirió ser judío, y que no eligió ser francés ni siquiera porteño, ni vivir en el año 1932 después de Jesucristo para suscribirse por un año a Le Roseau D'Or. Olvidan que Jesús, ciertamente, no fue un judío converso. 

La basílica de Luján, para Él, hubiera sido tan indescifrable espectáculo como un calentador a gas o un antisemita.

Su magistral ironía, que arremetía contra la judeofobia, 
volvió a lucirse un año y medio después, cuando la mentada revista Crisol publicó una nota (30 de enero de 1934) en la que «acusaba» a Borges de «ocultar» su supuesta ascendencia judía.

Borges responde en abril de ese año en la revista Megáfono, nº 12 en una sarcástica definición a la que titula Yo, judío:
«...el pasado remoto es de aquellas cosas que pueden enriquecer la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías.

¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y de su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgustó pensarme judío.... Crisol, en su número del 30 de enero, ha querido halagar esa retrospectiva esperanza y habla de mi «ascendencia judía maliciosamente ocultada» (el participio y el adverbio me maravillan).

Borges Acevedo es mi nombre. Ramos Mejía, en cierta nota del capítulo quinto de Rosas y su tiempo, enumera los apellidos porteños de aquella época para demostrar que todos, o casi todos, «procedían de cepa hebreoportuguesa». Acevedo figura en ese catálogo: único documento de mis pretensiones judías, hasta la confirmación de Crisol...
Estadísticamente los hebreos eran de lo más reducido. 

¿Qué pensaríamos de un hombre del año cuatro mil, que descubriera sanjuaninos por todos lados? Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca pudieron engendrar un abuelo, sólo a las tribus del bituminoso Mar Muerto les fue deparado ese don.»
En varias ocasiones se refirió Borges a la judeidad que le atribuían, siempre dando rienda suelta a su ironía, sazonada por su proverbial humildad:

«No lo merezco... He hecho lo mejor que pude para ser un judío. Pude haber fracasado... Sé pertenecemos a la civilización occidental, entonces todos nosotros, a pesar de las muchas aventuras de la sangre, somos griegos y judíos... Muchas veces me pienso judío pero me pregunto si tengo el derecho de hacerlo.»

En 1947 escribió con su amigo de toda la vida Adolfo Bioy Casares el cuento La Fiesta del Monstruo, que expresa el aborrecimiento de ambos por el peronismo, y que fue publicado en Montevideo (30-9-55) una vez que dicho movimiento fuera derrocado. 

En primera persona, el partidario del Monstruo (un peronista) narra las peripecias acaecidas en su trayecto desde las afueras de la ciudad de La Plata hasta la Plaza de Mayo en Buenos Aires, adonde acude a celebrar la fiesta partidaria del 17 de octubre. Cuando el grupo está por llegar a la plaza, se topan con un estudiante judío al que obligan a saludar al retrato del Monstruo. Como el estudiante se niega, el grupo lo asesina a pedradas. El esquema argumental remite a un clásico argentino, El matadero (1840) de Esteban Echeverría, pionero de la literatura realista hispanoamericana. Para Echeverría «el monstruo» era la tiranía del general Juan Manuel de Rosas, cuyos partidarios son en su cuento unos matarifes que asesinan a un joven unitario. En uno y otro relato, personajes marginales emergen de las orillas de su escala social para asesinar cubriéndose en la impunidad que les da su adscripción partidista. Su víctima no es quien detenta riqueza material, sino un símbolo de la cultura, un personaje que a juicio de sendos autores encarna la idea de la civilización. En el caso de Borges, un judío apedreado por la barbarie. 

Una interesante galería de personajes

Un período notable de su obra fue precisamente la Segunda Guerra Mundial, cuando publica su prólogo al Meister de judería de Carlos Grünberg (1940), La muerte y la brújula (1942) y El Aleph (1945). 

La narrativa de Borges exhibe una amplia galería de personajes judíos, de los que frecuentemente se explaya en su judeidad. Unos portan tonalidades muy positivas como David Jerusalem; otros las más negativas como Aaron Loewenthal. 

La fluidez en caracterizar a los personajes, resulta de la libertad que le otorga a Borges ser un filosemita, circunstancia que le permite intercalar sin pudor estereotipos negativos del judío a fin de enriquecer el logro literario. En general, es llamativo que una buena parte de sus personajes judíos sean, en mayor o menor medida, criminales. Hay algunos menores o irrelevantes (como Nahum Cordovero en El inmortal y Manuel Maier en Emma Zunz), y unos diez personajes más elaborados. Por orden cronológico: Monk Eastman (Historia universal de la infamia, 1934), Marcelo Yarmolinsky y Red Scharlach (La muerte y la brújula, 1942), Jaromir Hladík (El milagro secreto en Ficciones, 1943), Urmann (La secta del Fénix en Ficciones), Aaron Loewenthal y Emma Zunz (Emma Zunz en El Aleph, 1945), David Jerusalem (Deutsches Requiem, ibídem), Jacobo Fischbein (El indigno, en El informe de Brodie, 1970), y Eduardo Zimerman (Guayaquil, ibídem). 

De esos diez, el primero y la mujer son homicidas; el quinto un estafador; el noveno un traidor; el último, usurpador.
Con todo, la cualidad más reiterada de sus judíos es su pertenencia a la intelectualidad; son personas ilustradas, artistas. El milagro secreto es protagonizado por quien vive en la Zeltnergasse, en donde residía Kafka. Jaromir Hladík es traductor del Sepher Ietzirá y autor de un drama político Los enemigos. Fischbein es dueño de una librería céntrica de Buenos Aires en la que compila una antología de Spinoza y guarda un ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth. 

En cuanto a sus opiniones políticas, Borges ha escrito que sólo en una ocasión permitió que éstas interfirieran en su literatura. Fue cuando salió en defensa del Estado judío porque, según recuerda, «lo urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días» (prólogo a su Informe de Brodie del 11 de abril de 1970).Cuando dicha guerra estalló en junio de 1967, Borges irrumpió en la biblioteca de la Sociedad Hebraica Argentina con un poema dedicado a Israel, y ante la atónita atención de los lectores solicitó «la hospitalidad» de la revista de esa entidad, Davar, en la que eventualmente los versos fueron publicados. Agregó a su solicitud un fervoroso y elocuente «¡Viva la patria!». 

fuente: EL CATOBLEPAS-nRO. 53
http://nodulo.org/ec/2006/n053p05.htm

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