La Editorial de la Universidad de Buenos Aires (Eudeba) salió a la carga, luego de que la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú denunciara que se borró la firma del escritor Ernesto Sabato de la última edición del 'Nunca Más'.
Pero tras esta polémica, la cuestión de fondo es cómo el kirchnerismo intentó 'eliminar' a Sabato para negar la 'Teoría de los 2 demonios' y construir su relato, apoyado en las organizaciones paragubernamentales Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo, HIJOS y Centro de Estudios Legales y Sociales.
Sábato, al entregar a Alfonsin el informe Conadep.
CIUDAD DE BUENOS AIRES (Urgente24) Luego de que la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú denunciara que se borró la firma del escritor Ernesto Sabato
de la última edición del Nunca Más (ver nota relacionada), la Editorial
de la Universidad de Buenos Aires (Eudeba) salió a aclarar que ese
documento no contaba con la rúbrica del escritor argentino.
En un comunicado oficial, la editorial advirtió: "A
propósito de la nota publicada hoy en la edición impresa y on line del
diario La Nación por Magdalena Ruiz Guiñazú titulada Robar a los Muertos
, la Editorial Universitaria de Buenos Aires quiere informar que tanto
la edición 2012 del libro Nunca Mas al igual que la primera edición
publicada en 1984, no llevan la firma de Don Ernesto Sábato en el
prólogo".
Magdalena Ruíz Guiñazú había afirmado que en el Nunca Más, "la
publicación, con fecha marzo 2012, 8» edición, 4» reimpresión, no
solamente sigue anteponiendo (exactamente desde marzo de 2006) un
prólogo firmado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación al
prólogo original que Ernesto Sabato firmó en el momento de su primera
publicación, sino que hoy omite definitivamente la firma de Sabato para
entrar directamente en materia, como si este fundamental Informe (que
sirvió de base al juicio a las juntas de comandantes de la dictadura)
fuera un documento anónimo".
Lo cierto es que, tal como informó Urgente24, el
tema de fondo es la necesidad del kirchnerismo de eliminar la llamada
'Teoría de los 2 demonios', a la que Sabato adhería. Tanto Néstor Kirchner como Cristina Fernández suscribieron a la teoría de un solo demonio -los militares-, ya que no consideran a las organizaciones armadas como "demonio".
De hecho, Néstor Kirchner modificó la introducción escrita por
Sabato, argumentando que el texto defiende la “Teoría de los Dos
Demonios“, e incorporó un nuevo prólogo.
El nuevo texto, firmado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, fue agregado a la edición del 30° aniversario del golpe de Estado de 1976, previo al prólogo redactado por el escritor.
El nuevo texto, firmado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, fue agregado a la edición del 30° aniversario del golpe de Estado de 1976, previo al prólogo redactado por el escritor.
Aquel prólogo comenzaba así: “Durante la década del 70, la
Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la
extrema derecha como de la extrema izquierda”.
En la nueva edición puede leerse la posición del gobierno de Kirchner: “Es
preciso dejar claramente establecido, porque lo requiere la
construcción del futuro sobre bases firmes, que es inaceptable pretender
justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de
violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría
justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de
los fines propios de la Nación y del Estado, que son irrenunciables”.
Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo, HIJOS y Centro
de Estudios Legales y Sociales son las organizaciones
paragubernamentales que construyen el relato kirchnerista sobre lo
ocurrido en los años '70/'80. A ellos les convenía no solamente mentir
con la cifra de 30.000 detenidos-desaparecidos sino eliminar la Teoría
de los 2 Demonios, por lo que Ernesto Sabato pasó a ser una mala
palabra.
De hecho, Hebe de Bonafini lo dejó en claro: “Nuestros hijos no eran demonios. Eran revolucionarios, guerrilleros, maravillosos y únicos que defendieron a la Patria”,
afirmó la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo durante
un discurso pronunciado el 24 marzo de 2006, cuando se cumplieron 30
años del golpe militar.
”Lo que hizo Sabato es una porquería pero es su pensamiento”, aseguró en ese entonces Bonafini.
Cabe recordar que cuando terminó la dictadura militar, el entonces presidente Raúl Alfonsín
lo designó a Sabato para presidir la Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas(Conadep), cuya tarea fue investigar el destino
de los miles de argentinos que desaparecieron durante ese período. De
dicha comisión también participaron Magdalena Ruiz Guiñazú,
Ricardo Columbres, René Favaloro, Hilario Fernández Long, Carlos
Gattinoni, Gregorio Klimovsky, Marshall Meyer, Jaime F. De Nevares y Eduardo Rabossi. Como secretaria actuó Graciela Fernández Meijide.
En medio de esta polémica, vale la pena reproducir el prólogo de Sabato en el Nunca Más, informe de la Conadep:
Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un
terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema
izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así
aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada
acción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos
similares. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios
del derecho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante
los tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías
de la defensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro,
cuando un miembro de los servicios de seguridad le propuso al General
Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho, le
respondió con palabras memorables: «Italia puede permitirse perder a
Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura».
No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los
terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo
infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976
contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto,
secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.
Nuestra Comisión no fue instituída para juzgar, pues para eso
estan los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los
desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional.
Pero, después de haber recibido varios miles de declaraciones y
testimonios, de haber verificado o determinado la existencia de cientos
de lugares clandestinos de detención y de acumular más de cincuenta mil
páginas documentales, tenemos la certidumbre de que la dictadura militar
produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje.
Y, si bien debemos esperar de la justicia la palabra definitiva, no
podemos callar ante lo que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual
va mucho más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para
alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa humanidad. Con
la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios
éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías
erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron
pisoteados y bárbaramente desconocidos.
Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados derechos
de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los
que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas
Universales de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este
siglo. Todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia,
estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden
suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el
derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a
proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención,
negación de la justicia o ejecución sumaria.
De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere que
los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la
represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica
sino sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e
idénticos tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no
atribuirlo a una metodología del terror planificada por los altos
mandos? ¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos que actuaban
por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar, con todos los
poderes y medios de información que esto supone? ¿Cómo puede hablarse de
«excesos individuales»? De nuestra información surge que esta
tecnología del infierno fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados
ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras
de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el
jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros, el 24 de
enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las
órdenes escritas de los Comandos Superiores».
Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.
Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.
Los operativos de secuestro manifestaban la precisa
organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras
en plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles
de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona libre» a las comisarías
correspondientes.
Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entrais».
Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzanas y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entrais».
De este modo, en nombre de la seguridad nacional, miles y miles
de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, pasaron a
integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos.
Palabra - ¡triste privilegio argentino! - que hoy se escribe en
castellano en toda la prensa del mundo.
Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil.
¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban?
No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no
habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus ¦ldas, la
justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por
contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio.
Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de
detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inutiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa.
Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de
detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inutiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa.
En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la
desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que
fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de
unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o
inconsciente a justificar el horror: «Por algo será», se murmuraba en
voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables
dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del desaparecido.
Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía de tantos que
habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser culpable de
nada; porque la lucha contra los «subversivos», con la tendencia que
tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido en una
represión demencialmente generalizada, porque el epiteto de subversivo
tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico,
encabezado por calificaciones como «marxismo-leninismo», «apátridas» ,
«materialistas y ateos» , «enemigos de los valores occidentales y
cristianos» , todo era posible: desde gente que propiciaba una
revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a villas-miseria
para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada: dirigentes
sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que
habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran
adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a
profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que
habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos
de cualquiera de ellos, y amigos de esosamigos, gente que había sido
denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos,
en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los
cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y
morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y
pocos llegaban vivos a manos de los represores.
Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los
derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada
en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de
su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al
mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que
sin embargo no eran cosas, sino que conservaban atributos de la
criatura humana: la sensibilidad para el tormento, la memoria de su
madre o de su hijo o de su mujer, la infinita verguenza por la violación
en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese
supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en algún rincón
de su alma alguna descabellada esperanza.
De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de
estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve
mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta,
porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a
represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de estas
fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos
encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República.
Esa labor fue muy ardua, porque debimos recomponer un tenebrosos
rompecabezas, después de muchos años de producidos los hechos, cuando se
han borrado liberadamente todos los rastros, se ha quemado toda
documentación y hasta se han demolido edificios. Hemos tenido que
basarnos, pues, en las denuncias de los familiares, en las declaraciones
de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los testimonios de
represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros para
decir lo que sabían.
En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y
amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de
arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de «la guerra
sucia» , de la salvación de la patria y de sus valores occidentales y
cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados por ellos entre
los muros sangrientos de los antros de represión. Y nos acusan de no
propiciar la reconciliación nacional, de activar los odios y
resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así: no estamos movidos
por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo pedimos la
verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las
iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber
reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de
una justicia que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería
echarse por tierra la trascendente misión que el poder judicial tiene en
toda comunidad civilizada. Verdad y justicia, por otra parte, que
permitirán vivir con honor a los hombres de las fuerzas armadas que son
inocentes y que, de no procederse así, correrían el riesgo de ser
ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y justicia que
permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas de
aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la
libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de los
hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos,
silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y
hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el
contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo
repetimos una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la
de investigar sus crimenes sino estrictamente la suerte corrida por los
desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro
lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo
anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes,
no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar y
ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos en
diarios y revistas, además de un libro entero publicado por el gobierno
militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente los
hechos de aquel terrorismo.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda
el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante
el periodo que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976
servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz
de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede
mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura
humana. Unicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en
nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente
famosos en el mundo civilizado.
ERNESTO SÁBATO.
FUENTE: URGENTE 24/COM
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