Todo Borges –
por Martin Schifino
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Cuando
Beckett se refirió en su libro sobre Proust a la “abominable edición de la
Nouvelle Revue Française, en dieciséis tomos”, habló por más de un lector
frustrado con el soporte material de una gran obra. En Argentina y Latinoamérica,
muchos lectores de Borges crecimos con la abominable edición de sus Obras
completas de Emecé (1974), en un tomo. El mamotreto reunió por primera vez
los grandes textos del autor, desde los versos de Fervor de Buenos Aires
hasta los “cuentos directos” de El informe de Brodie, y, pese a las
muchas antologías, sigue siendo el mejor Borges portátil que hay en español. No
obstante, sus limitaciones son obvias, empezando por el formato, que es
inmanejable y ostentoso. La impresión es pobre: abundan las erratas mecánicas
de letras faltantes o en el lugar de otras, y se han encontrado incluso crasos
errores de transmisión: “extático” por “estático”, “temía un” por “tenía en”,
etc. Estos aspectos cosméticos tal vez pueden perdonarse, pero más problemático
es lo que la edición echa en falta. No existe aparato crítico ni introducción.
El más libresco de los escritores argentinos se publicó como una novela de a
peseta.
La culpa
no es necesariamente de la editorial, ni de quien dirigió la edición, Carlos Frías;
Borges mismo dio el visto bueno y puede que, con su proverbial reserva, se haya
resistido al tratamiento académico. En cualquier caso, la presentación adoptada
parece una solución de compromiso. La introducción de cada libro quedó a cargo
del autor; algunos prólogos se retomaron de las ediciones originales y otros se
escribieron en retrospectiva. Unas cuantas frases famosas provienen de esos
textos, que rara vez se extiende más de dos o tres párrafos y rebozan de
alusiones. Sobre Historia universal de la infamia: “el irresponsable
juego de un tímido”. Sobre Fervor de Buenos Aires: “No he reescrito el
libro. He mitigado sus excesos barrocos”. Maravillas de concisión, las frases
ocultan, sin embargo, tanto como revelan. ¿Qué quería decir Borges con mitigar?
¿O, para el caso, con excesos barrocos? La historia del texto queda soterrada.
En un sentido importante, los l ectores tenemos que aceptar la reescritura.
Borges defendía el derecho de los autores a corregirse: le escandalizaba, por
ejemplo, que se republicaran las primeras ediciones de Henry James, cuando el
novelista se había tomado el trabajo de poner a punto y prologar casi todas sus
obras para la edición “definitiva” de Nueva York. Pero es más difícil aceptar
el silencio editorial que rodea a cada texto.
En la
presunta edición de referencia, uno podía leer de punta a punta los ensayos de Historia
de la eternidad sin enterarse de que primero habían sido publicados en la
revista Sur. Y si no sabía francés, inglés, italiano, latín y alemán,
pues buena suerte. Las citas no se traducían, salvo cuando lo hacía Borges para
ilustrar un punto dado. ¿Cronología? ¿Nota biográfica? Nada, a excepción de un
“Epílogo” redactado por el propio autor, en el que imaginaba la entrada de una
futura enciclopedia (cuándo no) sobre él mismo. El texto es de una modestia tan
rimbombante como solo puede sentirla alguien culposamente agradecido por el
talento que le ha tocado. Entre sus particularidades figuran las palabras
finales: “Pueden consultarse sus Obras Completas, Emecé Editores,
Buenos Aires, que siguen con suficiente rigor el orden cronológico”.
“Suficiente rigor” es, por supuesto, un impecable borgianismo, pero también un
mensaje cifrado. Porque lo que no se dic e en ninguna parte de las Obras
Completas es que el autor dejaba fuera tres libros de ensayos juveniles
publicados en la década del veinte: Inquisiciones, El idioma de
los argentinos y El tamaño de mi esperanza. Recapitulando,
entonces, las Obras Completas de 1974 eran inmanejables, inatractivas,
inadecuadas y, por sobre todo, incompletas.
Borges
publicó un segundo tomo en 1984, en el que recogió los libros posteriores a El
informe de Brodie. (Entretanto el primer tomo se dividió en dos, lo que
volvió la lectura algo más cómoda aunque también, dirán los que no crean en
casualidades, permitió aumentar el precio del conjunto, que consistió a partir
de entonces en tres tomos de cubiertas en cartoné.) La línea editorial no se
modificó ni un ápice. No se agregaron textos explicativos, y los libros que
Borges había suprimido siguieron inéditos. Hubo que esperar hasta la década del
noventa, cuando la industria editorial preparaba la Borges-manía del
centenario, para que los tres tomos se republicaran por separado, en la
editorial Seix Barral; pero, extrañamente, no se los incorporó al cuarto tomo
de las Obras Completas que apareció en 1996. Con este último, que
recogió cuatro recopilaciones póstumas de reseñas, prólogos, clases y
conferencias, se dio por cerrada la edición canónica de Obras co mpletas,
pero la incoherencia editorial perduró. No todos los textos sueltos entraron en
ella; muchos fueron a parar a tres tomos laterales a los que se bautizó Textos
recobrados, como si tuvieran una entidad distinta a los demás. Y
desapareció en el proceso la curaduría que ayudaba a situarlos. Por ejemplo, se
eliminó la introducción de Enrique Sacerio-Garí a los llamados Textos
cautivos, una colección de reseñas y artículos periodísticos publicada en
1986 que, como notó Juan José Saer, “merece figurar entre los mejores libros de
Borges”; los textos, ni qué decirlo, se defienden solos, pero esa colección es
fruto de la investigación bibliográfica de Sacerio-Garí y Emir Rodríguez
Monegal. ¿Por qué no reconocerlo? Quizás porque las Obras completas
son una construcción editorial que monumentaliza a Borges. Y la ideología de
fondo es: no toquen el monumento.
2
Entre
las noticias más resonantes de la feria del libro de Fráncfort de 2010, en la
que Argentina fue el país invitado de honor, estuvo la venta millonaria de los
derechos mundiales de Borges a Random House Mondadori, por una suma “no
revelada”, como se dice en estos casos, que los chismes del sector ubicaron
cerca de los dos millones de euros. Emecé habría ofertado uno y medio. Las
cifras exactas importan menos que el hecho, sorprendente para algunos, de que
salió perdiendo el editor histórico de Borges, aunque se le concedió como
premio consuelo la edición crítica, de la que hablaremos en breve. Se acercaba,
entretanto, el aniversario número veinticinco de la muerte de Borges, lo que
ofrecía la excusa perfecta para lanzar al mercado una edición renovada. Los
flamantes dueños de los derechos no iban a desaprovecharla. “La idea es salir
lo antes posible”, comentó el director de la Random House en Argentina, Pablo
Avelluto, en un artículo publicado en el periódico Clarí n por
Patricia Kolesnicov.
Kolesnicov informaba que, “esta vez, las Obras
Completas se presentarán por género y no por cronología: cuentos, ensayos,
poesías, misceláneas.” Tratándose de Borges, que había mezclado permanentemente
esas formas, el enfoque sin duda plantearía problemas, pero tal vez arrojara
resultados iluminadores. En cualquier caso, la oportunidad era única: ofrecer
por fin un texto y, más ampliamente, un objeto editorial a la altura del autor.
Pues bien,
en 2011, a poco de seis meses de la venta de los derechos, apareció la nueva
edición de las Obras Completas. Seis meses es un tiempo muy breve en
el mundo editorial, así que imaginemos el ajetreo de editores, correctores,
académicos y especialistas. Directivas como las siguientes: “No me pasen
llamadas de acá hasta marzo. ¡Estoy editando!” Cientos, miles de consultas por
correo electrónico a autoridades mundiales: “Estimada/o Beatriz Sarlo / Edwin
Williamson / Michel Lafon / Silvia Molloy / Jean-Pierre Bernès: con respecto a
las fuentes de…” etc. Imaginemos… Porque la triste realidad es que un pasante
con una fotocopiadora habría podido hacer el trabajo.
Del intrigante anuncio de
Kolesnicov, ni rastros. Al parecer el alto mando borgiano decidió tomar la
edición-mausoleo de Emecé y reproducirla casi tal cual. Vale la pena definir
ese “casi”. Sí, se han corregido las erratas que quedaban; la tipografía es más
agradable; y el diseño de tapa es más cuidado . Pero el ordenamiento en cuatro
tomos es el mismo que en Emecé, y hasta se han reproducido los tres tomos
completamente arbitrarios de “textos recobrados”. La única diferencia de orden
es que, “por primera vez”, como dice una nota triunfal del editor, se han
incluido en las obras Inquisiciones, El idioma de los argentinos
y El tamaño de mi esperanza. Se trata de un indudable acierto, con la
salvedad de que no se aclara lo que ello implica: ahora tenemos, en un mismo
tomo (el primero), tres libros tempranos de los que Borges renegó, al lado de
poemas igualmente tempranos (Fervor de Buenos Aires, etc.) que
corrigió extensamente en los años setenta. Es decir: a la vez se respeta y se
pasa por alto la voluntad del autor; y si un lector pretende, por ejemplo,
seguir la evolución del estilo de Borges a través de esta cronología, llegará a
conclusiones falsas.
No es
que uno vaya a enterarse de esos problemas en la edición misma. Apenas una
página escueta introduce cada tomo con precisiones mínimas; la firma un anónimo
“editor”. ¿Quién es ese editor? ¿Avelluto? ¿Una función del texto, como diría
Foucault? ¿El pasante de la fotocopiadora? No preguntemos. De nuevo, Borges
aparece entre cubiertas como por generación espontánea. El medio es el mensaje:
un autor tan clásico no necesita presentación. Pero este tipo de supuesto, si
es tal cosa y no mera inepcia, va en contra de la erudición contemporánea. De
hecho, comparar las ediciones de Borges con las de otros clásicos modernos da
pena. Italo Calvino en Einaudi, Virginia Woolf en Oxford Classics o Marcel
Proust en Gallimard gozan del cuidado de grandes especialistas que anotan
amorosamente los textos, aclaran opacidades, comentan el lenguaje, toman en
cuenta la historia editorial de los libros y sitúan al autor dentro de una
historia socio-literaria. Hasta hace poco, la mejor tentat iva de este tipo que
se había hecho en castellano con Borges era la de editorial Cátedra, que
compiló una antología con las narraciones “de más alta consideración”, es decir
los cuentos de Ficciones y El Aleph. Pero se trataba de un
volumen para estudiantes, no de una edición de referencia.
3
Lo que
nos lleva, obligadamente, a la edición crítica en tres tomos de Emecé, que
empezó a publicarse a principios de 2010 y se completó a mediados de 2011.
Aunque se hablaba de esa edición al menos desde mediados de los noventa, quince
años es un tiempo bastante razonable, incluso algo breve, para una empresa de
esta magnitud (la publicación de los ensayos de Virginia Woolf, por ejemplo,
tardó veintidós años en completarse). Al ver los resultados, uno quisiera que
se hubiesen tomado una década o dos más. Emecé realmente se ha superado a sí
misma, produciendo una publicación incluso peor que la de 1974, por razones
muchas veces opuestas.
Empezando
por el envase, los libros parecen diagramados en busca de máxima incomodidad:
son imprácticos como material de consulta e imposibles de leer por gusto. Los
contenidos, es cierto, mejoran algo. Las notas consignan y comentan en detalle
las variantes textuales, de manera que pueden constatarse las famosas correcciones
que introdujo el Borges maduro en sus textos de juventud; pero las diversas
ediciones que se han consultado no se dan por separado en la bibliografía y hay
que remitirse a cada nota. Mis esperanzas de encontrar una cronología no eran
grandes, pero la ausencia de introducción es ya motivo de alarma. La “única
edición de esta magnitud en español” viene presentada por una “nota” de una
página. Los editores, Rolando Costa Picazo e Irma Zangara, dicen que las
referencias “aspiran a convertirse en un instrumento de ayuda para todos los
interesados en Borges y su obra, estudios y lectores en general”. Esa
aspiración no parece lo bastante amplia par a la contracubierta, donde se
proclama que el libro tiene en cuenta “distintas clases de público —de
estudiantes primarios o secundarios a profesionales de la literatura, así como
lectores argentinos y extranjeros”. Ahí reside, en esencia, el mayor problema.
Tratando de quedar bien con todos los lectores, no se satisfacen las
necesidades de ninguno.
Ya
quisiera ver al estudiante primario que se aventura por el bosque de notas,
pero a los profesionales de la literatura y a los lectores argentinos y
extranjeros muchas les parecerán superfluas, si no condescendientes. ¿Necesita
un lector de Borges, en la era de Wikipedia, que le digan que Zenón era un
“filósofo griego, principal discípulo de Parménides”? De acuerdo, quizás el
estudiante primario lo necesita; y, para ser justos, la nota alude a ideas de
Zenón que Borges reutiliza en varios textos. Pero nadie necesita que le digan
que al escribir un verso como “He sido y soy” Borges “asume firmemente su ser,
su persona, en el pasado y en el presente”. La paráfrasis de segunda categoría
no debería colarse en una edición erudita. Cabe notar, de hecho, que hay poco
sentido de la proporción en el aparato crítico. Una nota sobre Verlaine, que
releva con utilidad las alusiones de Borges a uno de sus poetas favoritos, es
mucho más breve que dos precedentes sobre los padres de Bor ges, un material
que pertenece en realidad a una biografía. Y las minucias biográficas en
general desplazan los problemas textuales. Por el lado positivo, hay que decir
que Costa Picazo y Zangara han compulsado una enorme cantidad de bibliografía
secundaria; desentrañan las referencias geográficas, históricas y literarias
con pericia, en un tono que combina discreción y autoridad. Pero un proyecto de
esta naturaleza se beneficiaría con lineamientos editoriales más rigurosos y un
enfoque más docto.
La
bibliografía, por ejemplo, es prácticamente inútil para académicos: a la falta
de ediciones de Borges se suma una lista risible de estudios críticos sobre su
obra. En total, trece. Libros faro de la crítica argentina, como Borges: un
escritor en las orillas, de Beatriz Sarlo, o El factor Borges, de
Alan Pauls, ni siquiera se mencionan; tampoco se cita un solo estudio francés,
pese a que Borges ha sido el gran mimado de la crítica francesa. Cuando uno
busca las “obras en colaboración”, entra directamente en el mundo del género
fantástico: se señalan seis libros menores que Borges publicó con amanuenses
como Delia Ingenieros o Esther Zemborain de Torres, pero ni una de las
magníficas colecciones de relatos policiales que escribió a cuatro manos con
Adolfo Bioy Casares. Repito: ni una. Agreguemos a esto el hecho de que la otra
gran obra en colaboración de Borges, el “Autobiographical Essay” redactado en
inglés con la asistencia de Norman Thomas Di Giovann i, aparece solo bajo la
rúbrica de “memorias”, y uno empieza a ver que la bibliografía, como la edición
en general, es más ideológica que propiamente académica. A veces se habla de
biografías autorizadas; aquí tenemos algo peor: ediciones autorizadas. Peor,
porque el saber debería ser lo contrario de un relato oficialista.
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¿Cómo
leer a Borges, entonces? O, mejor dicho, ¿dónde? Se me ocurren dos
posibilidades, ninguna muy satisfactoria. Una es la magnífica edición francesa
de Jean Pierre Bernès, que se reeditó en 2010 tras pasar diez años en un limbo
legal, impuesto por la viuda de Borges al entrar en juicio con la editorial
Gallimard. Prodigio de perspicacia, la edición fue celebrada por borgianos de
todo el mundo al publicarse el primer tomo en 1993 y el segundo en 1999. Sus
notas, prácticamente omniscientes, procesan una gran cantidad de fuentes
primarias, proporcionan variantes textuales donde hace falta y además citan
cada comentario que hizo Borges en entrevistas y charlas sobre textos
puntuales. Bernès no pierde tiempo con interpretaciones superfluas, pero aporta
todos los detalles que le faciliten al lector llegar a una propia, como por
ejemplo la descripción de la cubierta original de Fervor de Buenos Aires,
que estaba adornada por un dibujo de la hermana de Borges, Norah, “ un peu
à la manière de Giorgio Di Chirico, la ville vide de ses habitants”. La
edición de La Pléiade contiene además todo el material periférico que hace
falta para situar a Borges en el tiempo y en el espacio, incluyendo una
cronología, una bibliografía exhaustiva y un estudio crítico del autor. Gracias
a sus tablas de contenidos, es fácil encontrar en ella lo que uno busca, pero
también muy placentero perderse entre la información. Estas Oeuvres,
es cierto, no incluyen todo lo que escribió Borges, pero ofrecen un orden
razonable y razonado. El obvio inconveniente, para nosotros, reside en la lengua,
que no es la de Borges.
La
segunda opción sería abandonar de momento la idea de obras completas. En cierto
modo, es una opción prevista por la industria editorial, que ha publicado a
Borges en casi tantos formatos como a Cervantes. En las notas anteriores, no
consideré ediciones limitadas, ediciones de lujo (con pinturas, por ejemplo),
ediciones piratas, ediciones en rústica, ediciones de poesía o ficción
aisladas, ediciones en otros países latinoamericanos, ediciones no recopiladas
en las Obras completas ni en los Textos Recobrados
(increíblemente, aún las hay), ni ediciones populares como las que se publican
cada tanto con el periódico. Resistiendo la exageración de verlas como una
biblioteca de Babel, se puede decir que haría falta una enorme pared para
alinearlas. Hay Borges para todos los gustos. A mí, por ejemplo, me gusta la
labor que ha hecho Alianza editorial en su colección de bolsillo, que publicó
uno a uno los libros en volúmenes bien diseñados, libres de erratas y c on una
tipografía muy legible (aunque sin introducciones ni notas). Con los derechos
en manos de Random House Mondadori, al cabo esas ediciones desaparecerán; pero
las nuevas de Debolsillo reproducen el formato y son igualmente agradables.
No
obstante, al contar con una buena edición de referencia se corre el riesgo de
que esa variedad se perciba como laberíntica. Borges mejor que nadie sabía que
un laberinto puede ser metáfora de muchas cosas, pero es en esencia un lugar
propicio a la desorientación. Y la desorientación es muy mala consejera de la
literatura. Habría que empezar, pues, por reconocer la necesidad de clasificar
y contextualizar con algo más que “suficiente rigor” una obra que se revela
cada vez más amplia y cada vez más compleja. Uno quiere, por supuesto, lo imposible:
una edición que presente los libros publicados de manera ágil y sucinta; que
ordene con inteligencia la enorme cantidad de textos ocasionales; que aporte
una bibliografía académica actualizada; que contenga un prólogo
democráticamente informativo; que acerque al autor a los lectores en vez de
ponerlo en un pedestal; que declare sus propios métodos e intenciones. ¿Es tan
imposible? Véase Bernès. Por lo pronto, se han desaprovecha do en castellano
dos oportunidades que no sabemos cuándo volverán a repetirse. ¿En el
cincuentenario de la muerte de Borges? Pero habrá que ver si el libro tal como
lo conocemos sigue existiendo. Umberto Eco dijo una vez que la obra de Borges
era la “verdadera WWW”; a lo mejor no se la puede contener entre cubiertas. En
honor a la metáfora del libro de arena, tal vez no sea inapropiado que la gran
edición pendiente acabe siendo electrónica.
Principales ediciones mencionadas en este artículo:
Obras
completas, I-II, III, IV, 952 pp, 568pp, 560 pp, 568 pp. Sudamericana, Buenos Aires.
Textos
recobrados, I, II, III, 496 pp, 352pp y 360 pp. Sudamericana, Buenos Aires.
Obras
completas, Edición Crítica, I (anotada por Rolando Costa Picazo e Irma Zangara), II
(anotada por Rolando Costa Picazo), III (ídem), Emecé, Buenos Aires, 1.120 pp,
880 pp, 872 pp.
Œuvres complètes, I & II, Gallimard, Bibliothèque de la
Pléiade, Paris, 1.754 pp y 1.524 pp.
Fuente: http://salonkritik.net/10-11/2012/10/todo_borges_martin_schifino_1.php
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