Ser judío en mi país
por María Esther de Miguel
Esta servidora, si ustedes me permiten la
confidencia, resulta tanto hija de la confusión como de sus padres. Tal realidad
le generó trastornos más complejos que su simple enunciación: La confusión
busca el orden, que es la Utopía.Les cuento: mis días, ya abundantes, se
iniciaron junto a un río bastante salvaje y un primitivo cementerio
aborigen, en un pueblo pequeño y polvoriento, católico y ambicioso, puesto
que fue armado por contingentes de italianos llegados del Véneto para
hacerse la América.
Como esos buenos campesinos no pudieron hacerse la
América , se hicieron Larroque, que así se llamaba el pueblo con nombre no
de tribu nativa o de militar heroico (los de épocas en que aún solían
serlo, antes de devenir burócratas), sino con nombre de un profesor francés
traído por el general Urquiza para enseñar humanidades a los criollos.
Pero
mi familia, aunque se afincó en ese pueblo, nada tenía que ver ni con los
Apeninos ni con los Alpes. Dos ríos estaban en su origen. Por la parte
materna, el Dniester de Ucrania (y en Ucrania, Besarabia). Por la paterna,
el Duero, de Castilla la Vieja (y allí, Almazán). Ninguno de mis traslaticios
ancestros pudo haber supuesto que esas aguas se encontrarían para
mezclarse, en las airadas del Gualeguay, río charrúa que atraviesa la
provincia a la cual "un fresco abrazo de agua la nombra para
siempre": Entre Ríos.
A
mis abuelos maternos, los Rosenthal y Suconik, los aventaron a estas
tierras pogroms y persecuciones: mis abuelos se cansaron de tanta
humillación y dijeron "basta". A mi padre castellano, de Miguel y
Martínez, la inclemencia de una política que trasladaba a los jóvenes de
diez y ocho años a tierras africanas a fin de cumplir con el obligatorio
servicio militar. Mi padre dijo "no".
De
modo que de un "basta" y un "no", nací. Pero también mi
aparición existencial tuvo que ver con un "sí": el que la joven
judía y veinteañera de Basavilbaso dijo ante la fogata encendida por el
"goi", también joven pero no tanto, transitoriamente en la ciudad
para instalar una usina de luz eléctrica, allá a fines de los años locos.
¿Cómo
o por qué mi padre, entre tantas muchachas, eligió a una hija de Moisés?
Creo sospecharlo. Eran años en los cuales, después de la euforia traída por
la terminación de la guerra hecha para acabar con todas las guerras,
volvían a aparecer alientos de violencia: el fascismo estaba a las puertas
de la civilización. Y ponía miras asesinas en el pueblo judío.
Mi padre era
un español bastante radicalizado, que creía en las bondades del Individuo
Máximo en el Estado Mínimo (como decía Macedonio): imagínense cómo le
caerían esos nuevos arrebatos. Se irritó sobremanera y el enfado le indicó
el camino oportuno para afirmar su disidencia con el nuevo orden: unir su
destino, como dicen los radioteatros, es decir casarse, precisamente con
alguien de la raza señalada por los iracundos de turno.
Fíjense que fue una
actitud bastante común en aquellos años, al menos en mi país. Quiero decir,
el hecho de que gente joven, intelectuales sobre todo, se casaran con
mujeres judías. Cito sólo tres casos y de escritores: Dardo Cúneo, Aldo
Pellegrini, Juan José Ceselli.
Mi
padre no era un intelectual, aunque era muy inteligente, y estaba en la
misma. El amaba a los judíos, tanto que era confundido con ellos. Recuerdo
dos chistes que circulaban en mi pueblo y en mi infancia. Uno: "El
cura dijo "Fiat Lux", don Victoriano dijo la luz no se fía"
( mi padre era el dueño de la usina eléctrica).
El otro, fue opinión de un
borracho, cuando le fueron a cobrar la luz: " a mi me parece que el
judío es don Victoriano y no doña Perla".
En
ocasiones nosotros, los hijos, también pensábamos lo mismo: mi padre fue
quien permitió que los varones fueran bautizados según usanza judía. Hubo
que importar un rabino. Y el rabino fue importado.. También fue él quien
fomentó la relación, bastante intensa, con la parentela desparramada por
las colonias judías.
Desde luego, había momentos en que en mi familia se
practicaba una suerte de ritual religioso unisex: si se comía matzá en Peisaj,
el viernes santo era de rigor el bacalao.
En
el pueblo había cuatro o cinco familias judías, en medio del conglomerado
ítalo-criollo. Pero esos hijos de Abraham poco a poco se fueron marchando
en busca de horizontes mejores. Mi padre quedó clavado porque clavadas
estaban las máquinas de su fábrica.
Cuando se fue el último clan judío,
papá comentó: "Me quedo sin amigos". No fue así, pero casi. Mi madre,
por su parte, tan ocupada en dar de mamar a un bebé, atender al que hacía
pis, cuidar los juegos del otro y tejer batitas para el que estaba por
llegar, creo que ni se dio cuenta. Por lo demás, mi padre era europeo, como
los que se iban. Mi madre, nativa.
Ahora
bien: en ese contexto antropológico crecimos los hermanos, dos mujeres y
dos varones. De aquellos años, ay tan lejanos, recuerdo las idas a las
colonias propiciadas por el filantrópico y otras cosas Barón Hirsch ( La
Clarita , Villa Domínguez, La Capilla y otras), reductos todos de los
gauchos judíos entrerrianos.
No olvido la voz de mi tío Naum entonando
cánticos; a mi tío Samuel luchando con la cooperativa agraria, a mi tía
Elena, la memoriosa de la familia, con el chisporroteo de historias que mi
avidez de niña curiosa le exigía; historias que debían haber estado en
labios de los abuelos, pero los abuelos habían muerto antes de que
naciéramos.
Cuando
volvíamos a nuestro pueblo, caímos en otra rutina y en un contexto
distinto. Y mi madre, atareada por esos cuatro salvajes que la superaban,
solita su alma como estaba, preocupada por la limpieza, la comida, la
vacunación, el tejido, ayunaba, sí, el día del perdón, se enfurecía cuando
alguno atacaba a su tribu, pero nada más. Entre tantos gestos tiernos, nos
birlaba la tradición. Nunca repartió la palabra encerrada en el Libro,
nunca hiló la historia familiar, cercada como estaba por lo inmediato,
atareada en esa domesticidad excluyente.
Tal vez me hubiera salido más
redondita mi identidad, mi credo vital, si hubieran sido otras las pláticas
con mi madre, depositaria del costado judío de mi realidad. Pero ella, tan
ídishe mame, no era proclive al diálogo sino al mimo y al mandoneo con
similar intensidad. Cuando comenzamos a hablar, yo ya había bebido en otras
fuentes, y ya para ella venía la muerte.
Fuente: El
imaginario judío en la literatura de América Latina (Editorial
Shalom, 1990)
Murió María Esther de Miguel, una de las escritoras más leídas
TENIA CANCER DESDE HACE UNOS AÑOS
Buenos Aires, Clarín.com »
Edición Lunes 28.07.2003 »
Hoy será enterrada en Larroque, donde nació en 1929. De joven fue monja y luego se volcó a la literatura. Entre sus obras, se destacan "Jaque a Paysandú" y "La amante del restaurador".
por Patricia Kolesnicov
Debe haber mirado a la muerte de frente, con toda la intensidad de esos ojos azules, María Esther de Miguel. Debe haberla mirado con ese brillo y la muerte debe haber sentido —seguro, seguro— un escalofrío. Ayer a la mañana, en un sanatorio de la Capital, murió María Esther de Miguel, una de las escritoras argentinas más leídas de los últimos años. Hoy la enterrarán en Larroque, el pueblo entrerriano donde nació, en 1929.
De Miguel tenía cáncer desde hace años. La habían operado, esa operación tuvo complicaciones y llevaba un par de semanas internada. "Sabía lo que le pasaba, tenía convicciones religiosas fuertes y estaba preparada para esto", dijeron ayer en su casa. "Me doy cuenta de que los plazos se acortan", había dicho la escritora en una entrevista, en marzo.
Bajita, amable, cariñosa, simpática, De Miguel era hija de un inmigrante español y de una madre judía. Tenía ocho años cuando ganó su primer premio literario, por una composición del colegio. Por esos años en su futuro había una duda: ¿escritora o artista de circo?
Con la adolescencia, las dudas fueron otras. Buscó las respuestas en una pila de vidas de santos. "Si Dios existe hay que ver dónde está", se dijo, y entró a la congregación de las Paulinas, un convento de monjas laicas, en Buenos Aires. Eso le llevó diez años, durante los que tomó clases en Filosofía y letras, hizo una revista, hizo trabajo social e incluso ganó una beca para estudiar literatura en Italia. Cuando volvió dejó el convento y se quedó en la literatura. "Ahora sé que vine a Buenos Aires para seguir estudiando y escribir, pero la única coartada que encontré fue decir que venía al noviciado", había contado.
En 1961 escribió La hora undécima, que ganó el premio Emecé. En 1965, Los que comimos a Solís, que recibió el Premio del Fondo Nacional de las Artes y el Segundo Premio Municipal. Cinco años después, publicó Calamares en su tinta; en 1972, En el otro tablero; en 1980, Espejos y daguerrotipos, que se llevó el Premio Municipal. En 1983 salió Jaque a Paysandú y en 1993, una de las novelas históricas que le darían fama y lectores: La amante del restaurador. En 1995, Las batallas secretas de Belgrano estaría varias semanas entre los libros más vendidos del país. En 1996 ganó el Premio Planeta por El general, el pintor y la dama —en el jurado estaban Tomás Eloy Martínez, Mario Benedetti y Angeles Mastretta— y en 1997 recibió el Premio Nacional de Literatura. En 1999 salió Un dandy en la corte del rey Alfonso y en 2001, El palacio de los patos.
Estaba atenta a las cuestiones de género. Formaba parte —en un grupo en el que predominan las editoras— de "Las mujeres del libro". Compartía ese espacio con Marta Díaz, directora de la Feria del Libro y amiga suya: "Fue consejera de la Fundación El Libro, fue una de las impulsoras de la Feria, en la época en la que la que la Feria se hacía en la calle. Pero más allá de eso era buena amiga, divertida, creativa".
Marcos Aguinis la conocía hace mucho. "En 1972 me habían dado la Faja de Honor de la SADE. Ella era miembro de la Comisión Directiva y me llamó muchas veces a Río Cuarto, donde yo vivía, para que viniera a recibirla. Me recibió con generosidad. La misma que tenía con los escritores jóvenes: siempre estaba dispuesta a leer manuscritos". Aguinis la leyó desde los primeros libros: "Tenía una muy buena capacidad para desarrollar un relato. Ella se consideraba una 'cuentera'".
Vicente Battista, otro ganador del Premio Planeta, fue su vecino: "Nos encontrábamos en el mercado municipal de la calle Billinghurst, en el puesto del pescador, y nos parábamos a hablar de literatura. Yo le solía tomar el pelo: '¡Pobre Belgrano, cómo lo dejaste!', aunque lo que más me interesaba de ella eran sus cuentos. Era una persona llena de vida".
Vivía con Andrés Alfonso Bravo, su marido, a quien conoció a fines de los 60. No quiso tener hijos. Contaba que desde joven había querido "tener un amante y escribir un libro". Así lo hizo.
Uploaded by NormaMettler on Oct 28, 2009
Del libro El plan genios abre alas
Ed. Dunken, 2007.
http://normamettler.blogspot.com/
http://www.dranormamettler.blogspot.com/
FUENTE: EL VIDEO FUE TOMADO DE WWW.YOUTUBE.ES
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