Por Alejandro Rozitchner
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Cuando muere un hombre fuerte, los muchos que se sentían amparados por su protección, imaginaria o real, se sienten perdidos y calman su angustia fortaleciendo la imagen de quien se ha ido, intentando obtener de su nueva existencia de mito el mismo cobijo que creían encontrar en su presencia viva. Confiaban en ese paraguas que los protegía de la temida intemperie, y ahora temen ser víctimas de lo que imaginan será un mundo abandonado. Habían construido un refugio, imaginario o real, y ahora lo han perdido.
Cuando muere un hombre fuerte, los que se cobijaban bajo su fuerza se sienten huérfanos, y oscilan entre el enojo y el temor, preocupados por su suerte futura. A falta de las palabras del conductor se transforma su imagen en un símbolo que guía, pero que guía como lo hacen los símbolos, en silencio, y dando lugar a la dificultosa interpretación de ese silencio, que genera intermediarios sospechosos, expertos en descifrar y encarnar las versiones que el desaparecido hubiera dado de los hechos que suceden después de su extinción.
Cuando muere un hombre fuerte otros fuertes potenciales encuentran su momento. Los que eran antes sus segundos se enfrentan entre sí para ocupar el lugar central. Antes aceptaban su función accesoria, porque el hombre fuerte los vencía, contenía y ordenaba, pero desaparecido este orden, ¿qué los frena para querer ser su sucesor? ¿Quién será el nuevo todo, ahora que las partes quedaron en banda? ¿Podrá alguno de ellos rearmar el rompecabezas de un poder ahora difuso y enrarecido? ¿O podremos entendernos entre varios?
Cuando muere un hombre fuerte las sociedades patriarcales, conformadas mayormente por personas que se sienten cómodas en la delegación de su fuerza en manos de un pseudo padre, o de una pseudo madre, creen que han perdido el rumbo, porque no son capaces de entender que el rumbo es la ley, y que lo que guía verdaderamente a una sociedad capaz de crecer es el trabajo común, el acuerdo, la suma y conjugación de las inteligencias de todos. No es la fuerza de un hombre la estructura de una sociedad capaz, lo es el arte de unificar las fuerzas de todos. El temor del "qué va a pasar ahora" debe ser reemplazado por el "la ley marca el camino".
Cuando muere un hombre fuerte su existencia degenera en mito, y la sociedad se desvía en la recreación de imágenes que tienen más que ver con las necesidades vacantes de quienes quedan vivos que con las realidades que ocupaban la vida del muerto.
Cuando muere un hombre fuerte quienes lo lloran tienden a disimular sus defectos, o a interpretarlos como virtudes cambiando el punto de vista, desplazándose de la apreciación de sus cualidades reales hacia la creación divinizada de una versión libre. La mistificación supone el arte de tergiversar los hechos para hacerlos calzar en las necesidades de adoración. Lo que era salvajismo o brutalidad se consagra como pasión, lo que era descuido y desamor se consagra como entrega, lo que era corrupción y falta de respeto a la ley pasa a ser idealismo y perseverancia, lo que era autoritarismo pasa a ser convicción, lo que era intolerancia pasa a ser personalidad avasallante, etcétera.
Cuando muere un hombre fuerte los que quedan tienen la oportunidad de superar su dolor y reordenar la fuerza antes concentrada en un nuevo escenario más maduro de participación y entendimiento. La elaboración real del trauma puede dar lugar a un paso evolutivo, y lo que antes una sociedad encontraba en la autoridad de una fuerza única puede ahora lograr encontrarlo en la racionalidad de una construcción común, más sofisticada y responsable, menos personalista y más respetuosa de las instituciones y de las diferencias.
Cuando muere un hombre fuerte la sociedad se conmueve, porque las personas entendemos con claridad, por la ventana entreabierta, que nada nos salvará de la muerte, que ella es igual para todos, y cada individuo tiene que enfrentar, consciente o inconscientemente, la verdad de ese final inevitable. Muchos creen que el dolor que sienten tiene que ver sólo con la desaparición de ese hombre destacado y querido, sin entender que lo que los atormenta es su propia finitud puesta a la luz.
Cuando muere un hombre fuerte se mezcla el asombro de algunos con el dolor de otros, con el temor de todos. Si el hecho fue además sorpresivo la sociedad queda atónita, pero luego recupera su aliento, y la vida continúa, y las complejidades resurgen. Nadie festeja la muerte de nadie, porque las personas normales no se alegran con la muerte de otro. Incluso los adversarios hubieran preferido derrotarlo, y sienten que la muerte es una huída indeseada.
Toda sociedad que pierde a un caudillo tiene que aprender a arreglárselas sin él. A rediseñar la escena, a inventar un nuevo modo de estar juntos. Tras el shock, aparece la oportunidad. Incluso quienes lo lloran sentida y auténticamente tienen que aceptar que el juego ha cambiado y tratar de aportar su parte para lograr un modo efectivo de superar esa ausencia. Salir de un duelo con ánimo de pelea es un contrasentido completo. Salir de un duelo sin amor es no haber hecho ningún duelo.
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Alejandro Rozitchner es escritor, filósofo y novelista, trabaja como inspirational speaker y es asesor de la Secretaría General del Gobierno de la Ciudad.
viernes 29 de octubre, 12:37 PM
fuente: difundido en www.yahoo.com.ar
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